El delito comun (10)

Entraron en la sala borrachos, un poco felices incluso. Se entremezclaron entre la gente desapareciendo así el uno para el otro. Inmersos en la música, durante dos horas sacudieron sus cuerpos con tanta fuerza que consiguieron desmontarse todos los huesos. Ella cerraba los ojos y giraba, giraba, giraba. Notaba miles de tejidos rozando sus brazos, que se detenían, que la maltrataban, que la matenían viva entre la multitud. Él, hacía malabares con los pies, arrítmicamente. Más tarde, sorbo a sorbo, reconstruyeron sus estrucuras de seres inhumanos. Tuvieron la posibilidad de encontrarse de nuevo, de volverse a presentar, de volver a sentir la necesidad de descubrir el misterio del otro, de preguntarse los nombres para olvidarlos. Se miraron tanto que se llevaron cogidos de la mirada hasta el exterior de la sala, hasta el teatro. Por vergüenza a que los demás, que todavían no habían desaparecido del todo, les robaran un pedazo de aquello íntimo que estaban generando no se atrevieron a subir al escenario y gritar para salir corriendo. Prefirieron sentarse a un lado, en el suelo, ni tan siquiera en una butaca. Él inventó una manta transparente y se la ofreció a ella, protegiéndola por gusto y no por obligación. Y fue entonces cunado se fusionó el fondo. Los segundos términos, con las luces, con los brillos…todo se convirtió en una masa sólo gris y muy distinta a la imagen clara que cada uno de ellos tenía del otro. Empezaron a contarse historias. Él le explicó un cuento con sus manos en el sobre de su brazo. Ella le cautivó con doscientas frases inacabadas y la sonrisa de un payaso bonachón. Saborearon el placer que supone encontrar a alguién nuevo que pareces conocer de toda la vida. También callaron un poco y se levantaron después y regresaron a la sala con la música, las cerevezas y la gente. Allí volvieron a desaparecer.

El delito comun (9)

“-Por qué les gusta tanto austedes el uso de la fuerza?
-Porque la tenemos. Estados Unidos quiera o no, es el máximo poder en el planeta, así que en Washington existe una cierta tendencia a pensar en términos militares y actuar.”

Entrevista a Philip Gordon, director del Brooking Center, publicada hoy en La Vanguardia.

El delito comun (8)

Dos personas caminan por la misma calle, uno frentre al otro. Se mirán, no se conocen pero saben que no pasarán de largo sin regalarse unas palabras. Frenan. Paran. Uno pregunta:”¿Qué música estás escuchando?”el otro no contesta, no puede: nunca tiene respuestas.

El delito comun (7)

“-No se puede vivir con miedo, no?
Eso es esclavitud.-“

Blade Runner

El delito comun (6)

Quizá todavía haya alguién que tenga la intención de escribir algún libro. Por si le sirve de ayuda le diré que no hace falta que se esfuerce demasiado en llenarlo de letras y mucho menos en que esas letras formen palabras y tengan algún sentido. Ahora ya se pueden hacer libros con cajas de cartón. Sólo será necesarío que diseñe una portada bonita y un lomo interesante para que quede precioso en una estantería.

El delito comun (5)

Nací sobre una roca gigante. Allí, sentada, viví durante unos años. Un día, una ráfaga de viento me sopló en la cara y me llevó hasta el suelo. Fue esa misma ráfaga quien hizo mover la roca hasta aplastarme por completo. Empecé a gritar. Esperaba alguna respuesta de alguien que al oirme me pudiera ayudar a liberarme de aquel peso que me había caido encima. Grité con todas mis fuerzas pero las respuestas fueron otros gritos, más o menos lejanos, de seres también sepultados bajo rocas. Intenté moverme y lo conseguí, pero a cada desplazamiento me acompañaba el de mi roca, así que nada cambiaba. Después de tantos esfuerzos me quedé dormida. Al día siguiente, allí seguíamos las dos: una encima de la otra, una debajo de la otra. Seguí gritando, llorando, riendo, callando, todo por culpa de la esperanza imperdible de salir, de regresar a mi estado anterior. El tiempo pesaba más que nunca. Al final, pensé que de nada servía revelarse contra mi nueva situación y me acordé que tenía hambre y mucha sed.

El delito comun (4)

"Busco un centro de gravedad permanente
que no me haga cambiar nunca"
Franco Battiato

El delito comun (3)

Cruzó la ciudad, pese al frío, pese a haber perdido los guantes, pese a estar cansada y ser demasiado tarde. Alguien que merecía su confianza, después de diez años de amistad es posible, le aseguró que aquella noche podría disfrutar de una buena película en la filmoteca. Así que allí fue. Compró la entrada y se tomó un café en en bar de al lado. Cuando consigió de nuevo entrar en calor decidió, para matar los minutos que quedaban, comprobar la cartelera. Hoy era lunes, todavía, y no martes, todavía. Se había equivocado completamente de día, pero hizo la cola, qué podía perder?…nada. Se sentó en la butaca con la inocencia de quien se va a dejar sorprender y con la ignorancia de quien no tiene ni idea de lo que va a ver. Y le dio igual que fuera un documental ficcionado, que fuera en checo y que estuviera sola. Una vez más lloró. Se emocionó con la historia de un país totalmente desconocido para ella y con la vida de una persona que cuarenta años antes parecía señalarla con sus sentimientos. Tuvo la misma sensación que cuando sacándose el carnet de conducir sólo era capaz de ver coches en prácticas con una verdísima ele colgando en el cristal de atrás; la misma sensación que cuando al creer estar embarazada, sólo veía mujeres hermosas con una panza gigante sonriéndola al pasar. No tenía claro si eran las ideas que la perseguían y la obsesionaban o eran las obsesiones que al perseguirla se convertían en ideas. Quizá fuera poco importante qué producía que: llevaba meses con una obsesión o con una idea, que iba creciendo dentro de su cabeza. Le gustó haberse equivocado, otra vez.

Ciclo Milos Forman y la Primavera de Praga.
Filmoteca de Barcelona

El delito comun (2)

Hacía dos días que había llegado a casa pero aún no había tenido tiempo para traspasar la frontera de los dos pequeños escalones embaldosados y disfrutar de los cambios que se habían producido en la terraza durante su ausencia. Pero cada semana tenía su domingo, y cada domingo su terraza, su balcón, su ventana, su periódico o su partida de petanca. Así que aquella mañana se acercó al limonero, quien la miró con la honestidad de quien no tiene la opción de no serlo y le regaló su nueva forma y la belleza de cada unos de los frutos que colgaban de él. El verde maduraba al amarillo, sin brusquedad, mostrando la progresión lenta y natural de una mutación. Ella no pudo evitar perderse entre las ramas para así acariciar la piel de los limones y sobrepesarlos, también, en las palmas de sus manos, suavemente, para no despertarlos. Cuando finalizó su pequeño viaje en la copa del limonero se fijó en la aloe que , abierta con cinco mil brazos hacia el cielo, protegía a dos nuevos segmentos de su cuerpo, a dos nuevas partes de ella misma de las cuales sabía que debería desprenderse, separarse, para que pudieran sobrevivir. Todo parecía seguir su curso. Mientras reseguía en zigzag las lineas del terracota, de planta en planta, se preguntó si quizás ellas, mientras eran observadas también la observaban a ella. Si notarían su cambio de color, su mutación, su nueva forma, su también lento progreso carente ahora de importancia de hacía qué o hacía dónde, siendo sólo algo vivo que se movía. Y todo esto ocurrió el mismo día en el que ella leyó en un periódico, junto a las esquelas, el anuncio de “El parc de les roques blanques. Un cementerio único: olivos, pinos, cipreses, magnolios, césped, arbustos, y flores.” De que servía todas esa belleza, si allí, los muertos, no podían saborearla. Y se acordó de cada seis de enero, cuando junto a su familia solía visitar, las tumbas de sus antepasados. Aquellos edificios de nichos, con flores secas, frases imposibles, cristales sucios y olvidados. Entendió que siempre, incluso ahora, tuviera miedo a ese lugar y es que la muerte no estaba enterrada, estaba flotando entre bloque y bloque por todas partes, persiguiendo a la niña que era. Se imaginó que diferentes hubieran sido esos días y ahora su recuerdo, de no haber visitado aquel lugar tan espantoso y alejado de lo humano. Si cada año, sus padres la hubieran llevado a la montaña, al mar, a un río, a un prado, no sé, al parque si hubiera hecho falta, y allí, en medio de lo que aún siguía vivo, hubieran recordado a los que estaban muertos. Si en lugar de utilizar dos horas limpiando los cristales de la suciedad del tiempo, hubieran desempolvado las historias y las vidas de sus antepasados, siendo ésta quizá la única manera de resucitarlos, de hacerlos vivos otra vez. De ayudarla a entender que nos morimos y que todos pasa y todo sigue, que todo se para y todo se mueve, como el viento en la montaña, como la espuma en el mar, como el agua en el rio, como las amapolas en el prado, como los columpios en el parque.

El delito común (1)

"Cuando uno se va es porque ya se ha ido."
Coto vedado. J. Goytisolo

Manyana me subo al avión. Aunque...hace días que estoy en otra ciudad, la misma probablemente de la que me fui, la nueva seguramente a la que regreso.

(Perdón pero es que la situación me parece tremendamente cómica: yo aquí, tirándome al royo literario "como uno de esos botijos orondos, hidrópicos de autosuficiencia que, con ubicuidad telegénica, se exhiben a diario" y justo a mi lado hay una "xiqueta" que no da pie con bola con el messenger, el correo eléctrónico, la "web-cam". Nuestras preocupaciones ahora mismo están tan lejos...Dios mio! Que ahora le pasa la cámara a la amiga y se ponen a hablar las dos, no paran de reir...y de teclear, todo al mismo tiempo y yo me he estado más diez minutos con una frase!!! jajajaja."En resumiendas", como diría mi abuela, que la literatura está muy bien, pero que en realidad me esperan aún trece horas, eternas teniendo en cuenta que sigo con "el mal de insomnio", para que de nuevo mis pensamientos, mis sentimientos y mi realidad física puedan volver a encontrarse.)

Un ratito en el deslugar (33)

“Por favor, devuélvame a mi casa; a esa casa mía que deseo, si es que todavía tengo una casa, eso es, ahora es completamente de día, el sol de invierno proyecta un rayo sobre la manta arrugada a los pies de la cama, es hora de levantarse, es hora de salir, es hora de pensar quién no eres, así te dices en silencio, es realmente la hora de pensar quién no eres. […] Te vistes y sabes que es hora de terminar tu viaje, cuyo objetivo te era desconocido y que en cambio, con una claridad más deslumbradora que la luz del día, tienes la certidumbre de conocer, de poseer, de haber hecho tuyo. […] Tu viaje se ha vuelto un allegro vivace desde que, ayer por la noche, antes de quedarte dormido, leíste el libro misterioso que encontraste por casualidad en el cajón de la mesilla. Y ese libro de un autor que ya preveía todo de ti, tu itinerario, tu recorrido, te ha hecho pensar que quizá estuvieras persiguiendo tu futuro y al mismo tiempo te ha hecho adquirir de nuevo el sentido de aquello que perdiste; […] ¡es verdad, es verdad!, tú eres móvil y el tiempo te está atravesando, y tu futuro te está buscando, te está encontrando, te está viviendo: te ha vivido ya.”

Extraña forma de vida. Se está haciendo cada vez más tarde.
Antonio Tabucchi

Me despido de Carlos Ruiz Zafón, Enrique Vila-Matas, Calvino, Valéry, Auster, Pau Rubio, W.G. Sebald, Juan Gotisolo y Tabucchi. Les agradezco que durmieran cada noche en mi cama, extraños con los que he compartido mi intimidad, y no desaparecieran a la mañana siguiente después de tomar el café. ¿Puedo decir algo más? Seguramente, pero eso será desde el próximo deslugar al que aún ahora tengo que buscar un nombre.
Berlín. Enero 2005

Un ratito en el deslugar (32)

Señoras y señores:
Me complace comunicarles que tras varios años de intenso trabajo finalmente he conseguido descubrir el lugar exacto, el tiempo necesario y el procedimiento perfecto para encontrar uno de nuestros más preciados y humanos caprichos. Me enorgullece poder afirmar que he localizado un pedacito de felicidad en una redondísima tortilla de patatas. A continuación, y si ustedes y su tiempo me lo permiten, les relateré el proceso que me ha conducido a tan sublime hallazgo:

Era un miércoles por la tarde, es decir un día entre el martes y el jueves, después de la mañana y antes de la noche. Un miércoles completamente normal, entero, casi aburrido. Me había despertado tarde, como suelo hacer desde que curo mi insomnio durmiendo hasta el mediodía. Había finalizado con todas aquellas tareas rutinarias que me hacen sentir un poco persona como ducharme, recoger los platos de la cena del día anterior y beberme un café. Estaba sola en casa. Mientras liaba un cigarrillo caí en la cuenta de que precisamente aquel era el miércoles en el que mis compañeros de piso empezaban sus clases de español. Se me ocurrió que quizá sería una buena idea celebrar dicho evento comprando una botella de vino y preparando una cena al más convencional estilo ibérico. En el proceso de elavoración de una idea, como ustedes serán capaces de comprender, siempre hay un instante de duda. Mientras en el supermercado elegía los mejores tomates y valoraba la cantidad exacta de patatas biológicas, me asaltó el pensamiento de que yo era una pésima cocinera y que más valdría la pena bajar al döner de la esquina. Pero me armé de valor y pensé que si la tortilla acababa siendo un completo desastre siempre podríamos emborracharnos para olvidar. Llegamos a casa las patatas, las cebollas, los tomates, el queso, el pan, el vino y yo. Todo estaba listo. Puse un poco de música y empecé mi labor, sin prisa. Pelaba las patatas y las colocaba en un bol con agua. En un instante me convertí en un joven recordando la última noche que pasó con su novia y contando los días que le faltaban para acabar el servicio militar (supongo que aunque no sea verad siempre he tenido la imagen de un jovenzuelo vestido de verde, con la gorra y la escoepta apolladas en la silla, mirando al infinito y pelando patatas como castigo a una pequeña insumisión). Luego me dió por pensar la cantidad de personas que en el mundo pelaban patatas y que mientras lo hacían, en qué deberían estar pensando. Más tarde me transformé en un cuarentón prepararando “el pote”: un mejunje a base de carne y pimentón y como no, patatas, que se suele hacer durante la noche en las fiestas de verano de mi pueblo, donde cocinar es sólo una excusa para pasar un buen rato con los amigos. Más tarde pensé qué narices iba a hacer con mi vida en cuanto regresara a Barcelona. Luego, que a ver si me daba un poco de prisa que los invitados estaban a punto de llegar y yo todavía estaba pelando patatas. Así que me apresuré y procedí a cortar a trocitos la cebolla. Y allí apareció Peret: él con sus lágrimas en la arena y yo con las mías encima de la tabla de madera. Y me dio por pensar cuantas mujeres habían aliviado sus penas cortando cebolla. Resulta tan dificil llorar a veces sin que nadie te pregunte porqué lo haces…pero la cebolla te permite la libertad de esconderte, de desahogarte sin necesidad de explicaciones, incluso de llorar por llorar. Al fin y al cabo, quien más quien menos, siempre tiene una pequeña historia a la que homenajear con una gota de agua salada y las cebollas quizá existan para regalarnos el placer de hacerlo sin más. El aceite, ya caliente, me preguntó cuanto tiempo iba a tardar en verterle todo los cachitos que había ido preparado. Así que decidí no hacerle esperar más y en un segundó le arrojé las patatas y la cebolla, bajé el fuego y a batir huevos. Ese fue uno de los momentos más divertidos, más alegres porque… se te olvidan las lás penas, las lágrimas y las historias absurdas. Intenté seguir el ritmo de la música que aún seguía sonando y acabé la escena con un poco de sal, asumiendo la incerteza de si finalmente la tortilla quedaría sosa o salada. Al rato, los colores del otoño aparecieron en la sarten, signo inequívoco de que todo estaba listo. Vertí el contenido en “la fuente los ocho huevos” y dejé reposar la mezcla. Y ya lo dicen, y es bien cierto, que después de la tormenta siempre llega la calma, así que un cigarrito y a esperar. Pero, y también es cierto, las tormentas siempre vuelven: oí el ruido de las llaves en la cerradura de la puerta, mis compañeros ya estaban aquí. Nada más verme se les ocurrió decirme que venían con hambre. Drama absoluto: la cena por hacer, la cocina hecha un desatre y aún quedaba lo peor que era darle la forma final a la idea que había estado gestando toda la tarde. Les entretuve con los preparativos de la mesa y con el descorchamiento del vino. Me dirigí de nuevo a la sartén, calenté el aceite y desposité mi suerte. No había manera de echarme atrás: o todo aquello salía redondo o yo me retiraba para siempre del maravilloso mundo de los fogones. Se acercaba lentamente el gran momento, aquel por el que he pensado muchas veces que una tortilla de patatas adquiere un instante de gloria: darle la vuelta. Cojí un plato bien grande, cubrí la sartén y …zas! No me negarán que no es un acto increible: todo gira y todo sigue igual. Y de nuevo…la calma.
Nos sentamos en la mesa para finalmente poder probar la enorme tortilla y fue en ese momento que caí en la cuenta que estábamos degustando un cachito de felicidad. Allí estaba, en todo su explendor, ella, que había permanecido oculta toda la tarde y que ahora no sentía ninguna vergüenza en mostrarse al mundo. Y pensé, como me pasa ultimamente sin saber porqué, en mi abuela, que como cada uno de ustedes creerá de la suya, es la persona que hace las mejores tortillas del planeta. Vislumbré entonces el enorme camino que se hayaba frente a mi. Descubrí así que tenía aproximadamente unos setenta años por delante para llegar a conseguir que mis tortillas, como las de mi abuela, fueran perfectas, que mi felicidad fuera increiblemente redonda.

Señoras y señores: no alargaré más la historia de mi descubrimiento. Así es cómo ocurrió o cómo lo he inventado, da lo mismo. Les he hecho entrega de una tarde. En sus manos esté quizá ahora la posibilidad de disfrutar comiendo una buena tortilla de patatas.

Miércoles, 12 de Enero del 2005. Friedrichshain, Berlin.

Un ratito en el deslugar (31)

Da lo mismo que se trate de un grano de arena que de una roca inmensa: si han de caer al rio, ambas caerán al rio. Ésto y otras muchas cosas descubrí ayer proyectado en una pantalla de cine. Teniendo en cuenta la película era korena y estaba doblada al alemán, creerme si digo que me siento bastante orgullosa de haber pillado algo (Bueno…orgullosa, tenia a mi lado una gran ayuda!). No voy a explicar nada más, sólo diré, por si motivo a alguien, que es lo mejor que he visto en el cine últimamente, que la película se llama Old Boy y que no me importa no poder volver a comer pulpo nunca.

Un ratito en el deslugar (30)

Prohibido arriesgarse. Prohibido.
Prohibido molestar. Prohibido.
Prohibido arrojarse al precipicio. Prohibido.
Te prohibo decir estupideces.
Te prohibo que me vuelvas a llamar.
Aunque…
en realidad, lo que me gustaría prohibirte sería que volvieras a fugarte, de nuevo, en silencio.
Así que…
llámame y dime alguna estupidez que me moleste arriesgándote entonces a caer en nuestro precipicio.
Esto va dedicado a todos aquellos que tienen facilidad para hacer maletas pero dificultad para llamar a las cosas por su nombre.
A mis queridos cobardes.
A mi misma.

Un ratito en el deslugar (29)

No sé a quien se le ha ocurrido la idea de que escribimos lo que comemos. A ver si lo entiendo: ¿tendrá algo que ver que durante mi estancia en Alemania me haya vuelto medio vegetariana con el hecho de que no pueda parar de escribir? ¿Y si no como? ¿Qué pasará entonces?
Quizá la cosa es que somos lo que comemos y escribimos lo que somos pero…dichosa manía de hacer de cualquier cosa algo lógico (A=B y B=C…cojones, quizá A y C no se parecen ni en el forro de los zapatos, no?) Bueno…comais lo que comais, buen probecho!

Un ratito en el deslugar (28)

A María se le alargan las historias. Tiene varias opciones: sintetizar o buscar un nuevo deslugar para ellas.
Flaneuuuuuuuuuuse?

Un ratito en el deslugar (27)

. Hoy me apetece hacer una serie de regalos. Son cuatro: uno para cada uno de los únicos lectores asiduos que creo tiene este blogger. Debido a la cantidad de palabras con la que os he bombardeado últimamente, he llegado a la conclusión que el mejor regalo que os puedo ofrecer es, sea lo que sea, algo breve. Se titula: Frases de ayer:

·Ayer, me explicaron una extraña teoría que relacionaba el frío que hace en Alemanía con el hecho de que allí se beba tan buen té y tan mal café. A mi que me perdonen, pero en Milán hace un frío de cojones y el café es excelente.
A Stefanía y Claudio, con amor.
·Ayer fue Navidad en Serbia. Ninguna de las dos somos balcánicas, pero has de saber que perdimos una oportunidad perfecta para podernos felicitar de nuevo.
A Flaneuse, con amor.
·Ayer, me preguntaron si yo era una revolucionaria. Contesté que me lo estaba pensando. ¿Crees que algún día mis nietos estarán orgullosos de mí?
A mi Palo, con amor.
·Ayer, escuché una historia preciosa pero no me acuerdo del final. Así que si quereís conocerla, tendreís que aceptar de antemano que no esté acabada.
A Sandi y a su Salvador.

A mi madre, que no lee el blogger, la llamaré por teléfono. Hoy es su cumpleaños, eso dice mi abuela.
A mi madre, con mucho amor.
(8-Enero-2005)

Un ratito en el deslugar (26)

A María, más que el chocolate, le gustan los imposibles. Cualquier deribado del cacao es una exquisitez con la que entretener a su paladar. Puede icluso llegar a imaginar su sabor antes de probarlo. Es por este motivo que la frase “se le hace la boca agua” adquiere para ella un sentido máximo. Y por aquello de que nunca está de más poner ejemplos, hablaremos de un caso concreto: los “ferreros” (lástima de nombre para un cachito de placer…) Una bolita de esas frente a María, es actualmente, teniendo en cuenta que está en periodo de obligada abstinencia, provocarle una lucha interna desesperada (¿me lo como y dejo el régimen para mañana…?). Aunque, si finalmente no decide comerlo, siempre puede imaginar a qué saben. Los “ferreros” son previsibles pero… los imposibles…no! Y no lo son precisamente porque nunca sabe que está ante uno de ellos hasta que se lo encuentra cara a cara. Eso hace que le fascinen. Cuando los descubre, en ese instante, le queda el placer del recuerdo de todo el tiempo que ha utilizado para llegar a darse cuenta que estaba ante otro, escondido siempre. También pondré un ejemplo. A María le apeteció un día viajar en círculo. Se montó en un tren con la intención de regresar a la misma estación siguiendo el recorrido de una vía en forma de circunferencia. Los planos de la red de transportes, recientemente rediseñados, le aseguraban que su pequeña idea podría hacerse real. Había oscurecido, no disfrutaría del paisaje, pero le daba igual, tenía una ilusión que cumplir. Y la vida, es eso, no? Había dos opciones tal y como bien detallaba el plano: ir en círculo hacía la derecha o hacía la izquierda. Daba también lo mismo, no era una declaración de principios políticos, en el primer tren que llegara se montaba. Y finalmente apareció: se desplazaría hacía el norte, luego hacía el este, al sur y por último al oeste, al lugar de partida. Junto a la idea y a la ilusión de aquella nueva experiencia existia el juego que acababa de inventarse para añadirle más interés al recorrido. Pretendía hacer un estudio socilógico a partir de la observación de la gente que iba subiendo y bajando de su vagón. Quería averiguar si existían rasgos comunes entre los que se dirigían hacía un lugar o hacía otro. Pasaban los minutos en el tren. Todo parecía aburridamente normal. En una estación de nombre inpronunciable se subió una mujer desmesuradamente enorme, que comía, no, que engullía, una mezcla entre pizza y coca. María se quedó mirándola. Cuando pareció haber saciado su hambre, la mujer sacó una revista de esas que el feminismo, pese a su asentamiento en esta sociedad, no ha conseguido eliminar. Con un diseño espenatoso, llena de recetas de cocina y supuestamente las últimas tendencias en moda y como no, consejos para preparar una mascarilla de pepinos o mantener contento a tu pareja. Cerca de la mujer se hallaba sentado un personaje, que aún habiendo subido al tiempo que ella, María consideró no prestarle importancía. Pero los minutos pasaban y la mujer llegó a su destino y fue entonces cuando María se dió cuenta de que aquel hombre la observada, y también fue entonces cuando su imaginación, que muchas veces es peligrosa, la empezó a trasladar a situaciones que la incomodaban. El hombre no dejaba de mirarla mientras se relamia los labios. Unos labios entre dos mofletes rojos, todo igual o más horroroso que la revista de la señora desmesurada. Cada vez había menos gente en el vagón y María y su intuición decidieron que era preferible bajar en la próxima parada que seguir allí sentadas. Y así lo hicieron. Pero cual fue su sorpresa cuando aquel hombre, sin dejar de mirarla, también descendió del tren. Pero aún mayor sorpresa tuvo cuando descubrío que aquella resultaba ser la última parada del recorrido. Pero…si era la última y se suponía que había viajado en círculo, como era que aquel lugar no se parecía en nada a la primera estación? Estaba descolocada. Descolocada y perdida. Se dirigió hasta el plano rediseñado para intentar averiguar dónde narices había ido a parar. Mientras buscaba el nombre de la estación en aquel trozo de papel plastificado que ahora más que nunca le parecía haber sido tejido por una araña en plena borrachera, el hombre mofletudo se acercó hacía ella. María sin haber tenido tiempo de descubrir su nueva posición en el mundo se apartó para no tener que tropezarse con él. Se alejó todo lo que pudo y tan pronto llegó otro tren, se subió en él. Le daba igual dónde la llevara, donde fuera pero lejos de aquella estación. Ya con calma, dentro del nuevo vagón y con calefacción incorporada, se entretuvo en descifrar las cordenadenadas exactas del lugar. Todo volvía a estar claro. No había viajado en circunferencía. En un punto del trayecto el tren había cambiado de vía y de nombre y de todo lo que se le puede hacer cambiar a un tren sin que deje de serlo y la había conducido en línea recta hasta aquel deslugar. Pensó en aprobechar las circunstancias y pasarse por el centro a mirar escaparates, o luces, o alcantarillas o edificios, o gente con cara de frío…así que se sentó tranquila, sacó su libro, y decidió que ya otro día continuaría con su estudio sociológico. Cuando, de repente, escuchó: “siguiente parada: Frankfuter Alle”. Mierda! Esa era su parada inicial. ¿Qué había pasado? Ahora no estaba perdida pero sí más descolocada que antes. María cerró el libro, cogió su gorro y sus guantes y saltó hacía afuera. “Dichosa manía esa de cambiar los trenes cuando ya has subido en ellos” pensó. Y siguió pensando y entonces descubrió al imposible: no se podía viajar en círculo!. Lo peor de todo era que no es que no se pudiera por alguna razón física que desconociera sino porque no la dejaban. Pensó que si quería viajar sólo podría ir de un sitio a otro y luego a otro, en líneas rectas o curvas pero no circulares. Así acabó el día para María. Así encontró a su nuevo imposible. Con ese pensamiento se fue a dormir pudiendo, entonces sí, tener la posibilidad de viajar en círculos y volar sin alas si le apetecía, porque, en realidad, lo mejor de los imposibles de María era que existían para poder transformarse en posibles en ese mundo en el que vivía mientras soñaba. Se comió un “ferrero”, evitando pensar que lo del régimen había de ser un nuevo imposible aquel día y se preparó para subirse al tren de aquella noche.

Un ratito en el deslugar (25)

. Una abuela vivía en una casa sola, sola. Un día, que parecía igual que el anterior, recibió una postal navideña envuelta en un sobre dorado. Lo abrió con delicadeza. Al cabo de varias horas de mucho cabilar llamó a su hija y le dijo: “Carmen, acabo de recibir una postal y no se dónde ponerla”. La hija, aquella misma tarde, acudió a visitar a su madre. La encontró sentada en el sofá de flores y cojines estampados con campiñas inglesas sosteniendo entre sus manos la postal. Se dieron un beso, algo precipitado, pero un beso. La hija se sentó junto a su madre, en ese sofá donde hacía años ya que los nietos habían dejado de pelearse por obtener el mando de la tele, donde tampoco ya ningún yerno dormia la siesta, donde las visitas, como las postales, escaseaban . La abuela miró la tele apagada, el mueble lleno de figuritas, recuerdo de pueblos olvidados, el sobre de la chimenea falsa en la que nunca había podido arder ningún leño que diera calor al hogar, pero que cada Navidad albergaba cariñosamente el belén. Miró incluso al pájaro dentro de la jaula, compañero fiel, compañero encerrado. La hija miraba a su madre respetando su silencio. El tiempo las había enseñado a reconocerse los pensamientos, sencillos, simples y honestos. Ambas quedaron atrapadas en la belleza que suponía descubrir el lugar más adecuado para aquel trozo de cartulina doblada. Sin mirar a la hija y absorbida aún por el dilema, la abuela, que continuaba apretando con las arrugas de sus manos la postal, suspiró y dijo sin esperar ningún comentario: “si es que… según donde la ponga, las estrellitas brillan más”. Así discurría aquella tarde. Finalmente se levantaron y ambas recorrieron el pasillo hasta llegar al recibidor. La abuela colocó la postal sobre el mueble de la entrada, al lado de un pequeño árbol de plástico de miniatura, que días antes, como el belén, la abuela se había entretenido en decorar sin prisa, con los adornos que el tiempo había ido haciendo tan sabios como a ella. Regresaron al sofá, orgullosas de su decisión. Al instante de sentarse la abuela, en un salto repingón, se volvió a levantar y sin girarse a mirar a su hija se dirigió a toda prisa de nuevo hacía el recibidor mientras le decía: “Pero Carmen, si no te la he leído y ésta tiene las letras grandes”. Así oscureció la tarde en aquella casa, leyendo una postal que venía de una ciudad lejana, era igual de cúal, pero que tenía las letras muy grandes.

Un ratito en el deslugar (24)

No os puedo decir mucho. Sois lo que ya estais siendo y sereis lo que podais ser. Todo. Construireis vuestra propia historia que será única aunque eso, como tantas otras cosas, tendreis la posibilidad, si quereis, de irlo descubriendo vosotros mismos. Mientras tanto, yo, que también estoy inventando mi historia, sólo puedo imaginarme situaciones locas, que sucedan o no, me van entreteniendo en este camino que me conduce a ninguna parte. Imagino que un día os podais encontrar y hableis de vosotros, sobre como vivís en la misma ciudad, que nacisteis el mismo año… estas no serían las únicas casualidades. A lo mejor nunca descubrais que antes de aparecer ya había un nexo, extraño, rebuscado, pero no imposible, que os hacía coincidir. Quizá no os encontreis. Pase lo que pase: bienvenidos.

A Leo y a Ona.

Un ratito en el deslugar (23)

Después de que aquella noche conpartiéramos con una botella de vino nuestros respectivos secretos, no te volví a ver. Podría asegurar que no volvernos a ver no ha sido un acto consciente ni tansiquiera premeditado. Era como si la finalidad de habernos conocido hubiera sido, explicarle a un extraño, por que eso es lo que todavía éramos, nuestra historia vivida y sentida más bien guardada y que de no haberla compartido, probablemente hubiera reposado en nuestro cerebro sellada para siempre. La vida nos hará encontranos de nuevo, o la insistencia de algunos amigos comunes que aún mantenemos. Entonces, nuestra amistad deberá empezar de nuevo, intentando convertinos en eso que al principio buscábamos. Esta vez probablemente ninguno de los dos se atreva a contar cosas prohibidas, quizá porque después de aquella que aún hasta ahora es nuestra última noche, ya no nos quede ninguna. Será extraño, los dos sabemos que empezaremos desde cero pero habiendo dejado de ser extraños el uno para el otro al habernos descubierto un poco humanos detrás de nuestras máscaras.

A un amigo.

Un ratito en el deslugar (22)

María inventó una historía. Un año después de aquel inocente acto, la historia se enfandó con ella por haberla inventado.
Hacía tres semanas que María vivía en su nueva casa de Berlín, donde como en las anteriores, el centro de encuentro era la cocina. Allí, a parte de comer, se hablabla, se explicaban problemas, ideas, se jugaba a las cartas y se bebían cervezas. No diré que aquella noche la historía llegara a la cocina de forma inesperada, al igual que la que había inventado ella en otra cocina alemana, la historía venía precedida de un prólogo. Pero María, pese a haberlo notado y leído, se negaba a creerlo: siempre existía la posibilidad de la equivocación. Pero no. Aquel prólogo traía una historía que por venganza quería convertir a María en protagonista. Y lo hizo. La dejó sentada en la silla de madera, sin poder defenderse, sin poder decir o cambiar nada. Así, María, tuvo que aprender aquella misma noche que había historias que se inventaban y otras que se vivían y que muchas veces unas no eran tan diferentes de las otras. “Quizá la vida sea eso: inventar otra vida que bien pudiera ser la nuestra.”

Un ratito en el deslugar (21)

María viaja convertida esta vez en una bolita de plomo líquido. Está a punto de estrellarse en el fondo de un vaso de cristal donde no hay nada. Lo que pasará después…quien sabe. Se está acercando. Es tarde para frenar la velocidad de la caída, para disminuir el efecto del golpe de la matería contra la materia…

…alguien puede afirmar haber oido algo? Yo no y María tampoco. Ser plomo no le permite tener demasiados sentidos y los que tiene se han concentrado en valorar los efectos del golpe, así que no es extraño que no haya oido nada. Tampoco visto, ni olido. En este preciso instante, no antes ni después, nota el frío y suave roce de cientos de bolitas de plomo que la van acariciando. Es María acariciando a María. María, bola de plomo líquido, se ha convertido en veintinueve bolas de líquido plomo.
Pausa para saborear la felicidad de la forma nueva, dispersa, extraña, múltiple y única.
Pausa para jugar a poner nombre a todos los otros.
Pausa para pensar que todos los otros, aunque con diferentes nombres, son todos María.

Un ratito en el deslugar (20)

Un bonsaï muerto descansa su muerte en un tiesto. Es bello, quizá. La bombilla del techo precipita las sombras de las ramas a modo de vómito sobre la pared. Es bello, quizá. Mi poso se extiende sobre la cama a la que todavía no me he habituado. Se me siguen clavando los muelles como pequeñas espadas en la espalda pero nada evitará que esta noche pueda volver a soñar, con lo que sea, me da igual. Esa doble vida que llevo mientras duermo es tan desmesuradamente mía que no estoy dispuesta a que nada me la arrebate, ni los muelles, ni el café, ni todos esos enamoramientos estúpidos en los que caigo constantemente y que me hacen pensar que mañana mi vida ciega y despierta puede ser diferente a la de hoy.

Un ratito en el deslugar (18)

María, como solía hacer cada domingo, fue a pasear al mercado de la pulga. Aunque…aquel domingo el mercado parecía haberse convertido más que nunca en una pulga: erá ínfimo, pequeñísimo. Hacía mucho frío y las fiestas navideñas estabán aún dando los últimos coletazos, así que pocos se habían atrevido a montar sus paradas. Mientras chafardeaba en un cuenco lleno de anillos y baratijas repitéindose a sí misma : “María, no compres joyas que luego las pierdes o te las roban”, alzó su mirada y se topó con el vendedor de la parada siguiente. Era un extraño ser con un extraño gorro de lana que tejía extraños gorros de lana y cuando los acababa los depositaba sobre un tendedor de ropa plegable. Se regalaron una sonrisa. María se acercó y descubrió que el ser extraño hablaba español, perfecto, pensó. El vendedor empezó a contar los gorros y María acabó de contarlos haciéndole entender que podían comunicarse en una lengua que conocían bien los dos. Él le preguntó de dónde era y ella contestó que de Barcelona. Él siguió preguntando: “¿Y de qué barrio? “ y ella contestó: “de Graciá”. María creyó que a él no le interesaban demasiado las respuestas, pensó que sólo intentaba alardear de conocer bien su cidad, de conocer muchas ciudades, como sí también creyera que eso a María le importara. No se dió cuenta de que María sólo pensaba en su sonrisa y en los gorros con los que se ganaba la vida. María, por esa estúpida vocación de intentar ser amable, al despedirse le dijo: “adiós, quizá nos volvamos a ver por Barcelona”. A lo que el fabricante de gorros respondió: “No se si tengo ganas. Te veo demasiado”. Ahí sí que triunfó el vendedor. Algo realmente interesante, más que los gorros que la sonrisa o que el tendedor plegable. María respondió inmediatamente: “Bueno, sólo me tienes que olvidar, así la próxima vez que me veas no creerás que ya me has visto antes, que ya me has visto demasiado”. A lo que el ser de los gorros horrorosos respondió: “Es que estoy seguro de no poderte olvidar”. Se regalaron otra sonrisa. El fabricante siguió tejiendo y María paseando.

Un ratito en el deslugar (19)

¿Qué has de pensar cuando alguien se dedica a ver la televisión a través del reflejo que ésta produce en tus ojos? Que está enamorado. Que está ciego. Igual de ciego que tú estabas cuando creías que estar cuatro horas hablando con alguién en la cocina de su casa significaba algo más que sólo eso.






Un ratito en el deslugar (17)

Hoy María se ha descubierto convertida en un ratón jurando y perjurando a su madre que Kafka no tenía todavía nada que ver con su súbita transformación.

Un ratito en el deslugar (15)

Un ratito en el deslugar (16)

“Según deduzco de lo leído en ese ensayo sobre el género, quienes escibieron grandes diarios íntimos en el siglo pasado no lo hicieron para saber quíenes eran ellos, sino que lo llevaron a cabo para saber en qué se estaban transformando, cúal era la dirección imprevisible a la que estaba arrastrándoles la catrástofe. “No es pues la revelación de una verdad lo que esos diarios podían o querían darnos, sino la descripción cruda, clínica de una mutación.”

Hay momentos en los que no estoy muy segura de si el citado merece que aparezca su nombre en la cita aunque quizá esa sea la mejor manera de hacerle un pequeño homenaje: el juego dentro del juego. No le importará demasiado que a veces crea que es un completo imbécil, creo que incluso le gustaría…aunque también he de reconocer que admiro a quienes intentan aunque sea por segundos escribir verdades completas, que son amenudo feas y asquerosas. Él lo ha intentado y eso me gusta. Quizá yo también sea una imbécil.

Un ratito en el deslugar (14)

Más y más y más…¿cualquier cosa puede parecer ser infinita?