Bajo la sombra de una acacia (1)

Mientras todavía siento que mi piel es demasiado blanca...

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La cueva del deseo (2)

Hace ya varios meses conocí a un hombre del que me enamoré. Mientras todavía estaba enamorada descubrí, sin querer yo y sin esperarlo él, que aquel hombre era un huevo. Dándole vueltas al huevo, entendí, también sin querer yo, que el huevo estaba podrido. A raíz de este descubrimiento decidí escribir un cuento venganza.


La historia de la niña y el huevo


¿Cómo son las niñas de los cuentos? Son rellenitas en carnes, de ojos bailarines, mejillas sonrosadas y pies con zapatitos rojos. Nunca llevan pantalones, nunca tienen una mala palabra ni un gesto desagradable. Les gustan los dulces. Si las niñas de los cuentos salieran de ellos, al abrazarlas, notaríamos cómo el cuerpo se nos llena de algodón, nos entraría por la nariz un ligero olor a fresa y oiríamos tintinear millones de cascabeles. Supongo que la razón principal por la que esto no sucede con frecuencia debe ser que las niñas de los cuentos saben que si salen, existe la posibilidad de que se deshagan en nuestros abrazos y las niñas… también tienen miedo.

Ayer hubo tormenta. En el camino de regreso a casa, después del trabajo, no me detuve en la panadería ni tampoco me paré en el bar del Toni a comprar tabaco. Supongo que estaba demasiado entretenida intentando responder a mi propia pregunta. En una de las calles que atravieso cada día desde que trabajo en el mismo sitio, vivo en la misma casa y recorro el mismo trayecto que une los dos lugares, hay un jazmín enorme que sobrepasa una vaya metálica. Después de la tormenta las flores habían caído al suelo y todas de la misma manera: hacía abajo, con el pequeño tallo blanco mirando hacía arriba como si levantaran un brazo pidiendo volver a subir a la rama. El cemento olía a lluvia y a jazmín y yo volvía a mi casa sin saber a ciencia cierta porqué las flores siempre caían de la misma manera.

Crucé todas las calles aprendidas hasta alcanzar la última esquina. Después de ella se llega a mi casa. En esa esquina está el contenedor de la basura, es donde me paro a hablar con la vecina y donde hace tiempo conocí a la abuela que nunca salía de casa sin pintarse los labios de rojo. Esa esquina es un punto entre dos mundos: el mío y el de los demás. Es un límite y los límites, los días de lluvia deben en verdad tambalearse porque sino, no logro entender lo que sucedió ayer después de la tormenta…

Intentaré ser exacta con las palabras, definir bien el espacio, describir correctamente el instante, milimetrar el tiempo. Enumerar todo lo tangible para poder entender el acontecimiento. Ayer, mientras pensaba en las flores de jazmín, llegué hasta la última esquina de mi casa. Caminaba en acto reflejo cuando de repente, apareció frente a mis pies un huevo. Era un huevo de esos de pollería de toda la vida. Se cruzó rodando en mi camino. Seguí, con la mirada perpleja y un ligero movimiento de cabeza, la trayectoria de aquel elemento. Mientras lo veía precipitarse calle abajo oí un grito agudo que dijo: Ehhhh!!! Ehhh!!! Volteé hacía la voz y vi entonces a una niña de pelo corto, vestido rojo y zapatos de charol corriendo detrás del huevo. ¿Qué significaba todo aquello? No eran horas para que una chiquilla estuviera sola por la calle y menos, corriendo detrás de un huevo. Los niños normales suelen ir detrás de las pelotas pero no de los huevos. Dichosa curiosidad. Me puse a correr detrás de la niña y detrás del huevo. A ninguno de los dos pareció importarle. Yo gritaba para detener a aquella criatura mientras ella gritaba para detener al huevo. ¡Qué absurda situación! pero no fui capaz de pensarlo en aquel momento así que los tres cruzamos la ciudad atravesando calles, avenidas, plazas y locales comerciales. El mundo desapareció de la misma manera que desaparece en las tiras de dibujos animados de la tele: el fondo se desenfoca, se apastelan los colores y sólo se muestran nítidas las figuras que, sin saber muy bien porqué, van detrás de una rica merienda, un pollo amarillo o un correcaminos. Entre tanta tontería y tanta absurdidad, sin darnos cuenta, llegamos hasta el mar. La niña de pelo corto se detuvo en la orilla, con los zapatitos de charol salpicados de arena y sal. Yo, exhausta, llegué al mismo lugar y sin poder mediar palabra me quedé parada a su lado mientras veíamos como el huevo se alejaba flotando hacía la línea del horizonte. Cuando mi mirada dejó de poder ver al huevo, en ese preciso instante, la niña se giró hacia mí y me dijo:

-El huevo cayó del cielo.

No estoy segura de que era lo que me producía más perplejidad: el huevo perdiéndose entre las olas y las estrellas, la dulce voz de aquel ser diminuto, la brisa en playa o que hubiera caído del cielo un huevo. Aunque, después de aquella frase minúscula, cuando creía que mi desconcierto era casi absoluto, de repente, la niña empezó a sollozar. Yo la abracé y, mientras se deshacía entre mis brazos dejándome sentir su temblor, me explicó que los días de tormenta los límites del mundo se tambalean y caen del cielo huevos llenos de ilusiones. Entonces, las niñas de los cuentos como ella, cuando calma la lluvia, salen corriendo para atraparlos. Si logran alcanzarlos se comen la yema mezclada con un poquito de azúcar y de esta manera pueden regresar a su cuento.
La niña se fundió en mí y el huevo se perdió a lo lejos. Yo me quedé sola frente a la línea del mar, en la orilla de la playa. Rehice el camino a casa y volví a pensar en el olor del jazmín. Desde ese día, cada vez que acaba una tormenta, ya no miro el suelo sino el cielo esperando así, la caída de algún huevo despistado y sintiendo como cerca de mí los límites del mundo se tambalean.
El hombre platillo preguntó:"¿Y porqué piensas que es un cuento venganza?" Y la mujer estrellada contestó: "Porque él me entregó una historia para no recordar y yo le escribí un cuento para que no olvidara."