Crónica de un garbanzo (5)

Llevo un rato pensando cosas absurdas…
…absurdidades!!!

La primera frase del día es una pregunta y no me la hago a mi misma: “¿Quieres café?” Si alguien contesta confirmas que no estás sola y si además consigues incorporarte de la cama, pisar el suelo, notar que está frío, no caerte y llegar a recoger los tejanos que dejaste, no sabes muy bien en que momento, desparramados en un rincón de tu habitación, llegas al primer pensamiento: “Mierda! No estoy sola!”. Pero el pensamiento…tampoco: tiene asociado un dolor que aparece en la parte frontal de tu cabeza y que no te deja más opción que seguir pensando cosas absurdas. ¡Bonito plan para un domingo soleado! Intentar recordar que pasó ayer por la noche es la segunda absurdidad (insisto en decir que la primera fue la pregunta del café) Así que ahora, mientras garabateo, me dedicaré recordar lo que sucedió ayer por la tarde, un poco antes de llegar a una fiesta llena de hombres con gafas de pasta y mujeres con gafas de pasta:

Dos personas salieron a pasear a un perro. Una le preguntó a la otra: “¿Conoces la historia del anillo?”. A lo que la otra contestó: “No”.

Historia del anillo:

Un señor muy japonés andaba por Japón. Tristes: Japón y él. Caminaba paso a paso por unas calles que no puedo describir porque nunca he estado en Japón, ni nunca he leído nada sobre Japón y Japón está muy lejos y las películas no me sirven y los documentales tampoco y mi imaginación está muy cansada así que sólo puedo decir que caminaba por una calle japonesísima. Miraba el suelo (¿este detalle es suficiente para mostrar con una imagen su tristeza?) Bueno…pues miraba el cielo de Japón. “¡Pero si en Japón no hay cielo!” me grita mi intuición que sí que ha estado allí, de vacaciones. Empiezo de nuevo: Un señor japonés caminaba por Japón intentando encontrar el cielo. Ensimismado en esa búsqueda, absurda diría tambien mi intuición, aparecía en su frente, a modo de banderines colgados de una cuerda, la misma sensación repetida una y mil veces y casi doscientas treinta mil veces por no poder decir ningún otro número que se acerque más al infinito: no se sentía valorado. Siguió caminando hasta llegar a la casa de un sabio. Golpeó con los nudillos una puerta de madera. ¡No.!Apretó con el dedo indíce el botón de una portería de un rascacielos mientras seguía mirando hacía arriba intentando alcanzar con su vista la última ventana de aquel edificio con la esperanza de encontrar después de ella el cielo azul japonés que tanto anhelaba ver. Tras insistir, nadie contestó, pero el sonido desagradable de la electrónica le dió a entender que alguien, al otro lado del botón, le estaba abriendo la puerta. Se montó en el ascensor de cristal e incidiendo de nuevo con el mismo dedo en otro botón inició su subida hacía su supuesto encuentro con la sabiduría, esta vez, sin tener la opción de ver nada más que su imagen reflejada en las paredes de aquel cubículo. Llegó al descansillo y se dirigió hacia la única puerta abierta. Acompañó con su mano la superficie de conglomerado con chapa de abedúl y vió a un sabio. Estaba sentado en una silla en medio de una sala frente a un gran ventanal. A su lado reposaba una flor roja en un jarrón de cerámica. Nada más. “¿Dónde estará la sabiduría?” se preguntó el japonés triste. El sabio volteó su cuerpo y le dijo: “¿Qué quieres?”. Él respondió: “Necesito entender porqué no me siento valorado”. El sabio no movió ni una sola arruga de su cara pero se levantó de la silla y le extendió su mano diciendo: "Ahora no tengo tiempo para ayudarte pero si me haces un favor, cuando mañana regreses, quizá podamos hablar". El japonés triste, buscador de cielos, poco valorado y ahora completamente desorientado, accedió a la propuesta. El sabio abrió el puño y depositó un aro sobre su mano. Le pidió que fuera al mercado e intentara vender aquel anillo pero nunca por menos de diez monedas de oro. El japonés lo guardó en el bolsillo del pantalón y asintiendo con la cabeza, evitando pronunciar ninguna de las palabras que atravesaban su mente, deshizo el camino y regresó a la calle japonesa. Cada tres pasos introduciá su mano en el bolsillo del pantalón, acariciando el aro, descubriendo su poca redondez, sintiendo el metal, anotando cada imperfección en su memoria. Siguió andando hasta llegar al mercado. Sacó el anillo de su escondite y empezó a preguntar al japonés alegre del pescado, al japonés deprimido de la fruta, al japonés satisfecho de los frutos secos, al japonés valiente de los dulces, al japonés cansado de la carne y ninguno de ellos le ofreció más de media de moneda de oro por aquel anillo. Acompañado por la oscura consecuencía del cielo que seguía buscando volvió a guardar el aro en el bolsillo y regresó a su casa. Aquella noche durmió boca abajo, apretando su nariz contra el futón, evitando mirar el anillo que descansaba ahora sobre el espacio de tatami que existía entre él y el suelo. A la mañana siguiente, despúes de saludar al nuevo día, de besar a su mujer, de desayunar un té con galletas y de caminar por las calles japonesas volvió a visitar al sabio. Con los mismos dedos de su mano y la seguridad con la que le diría al sabio que había sido imposible vender aquel anillo por más de diez monedas, según él, una obviedad dada las características del objeto, entró por la puerta. Allí seguía el sabio, sentado en la silla, frente al cielo, junto a la flor. El japonés triste le devolvió el anillo al tiempo que alzaba las cejas y expresaba frases ensayadas sin mirarle a los ojos. Cuando el sabio hubo recuperado el aro le preguntó: ¿Quién crees que es la persona más capacitada para ponerle precio a una joya?”. El japonés triste respondió: “ Un joyero”. Sin ninguna vacilación el sabio extendió su brazo y mostró la fuerza de su puño. El japonés acogió la abollada pieza de metal, aquel proyecto de círculo, y mientras lo volvía a guardar en el bolsillo, ahora sin ninguna intención de reseguir una forma que ya conocía, y antes de atravesar la puerta en dirección al exterior oyó al sabio decirle: “Ahora ves al japonés joyero y no vendas el anillo por más de tres monedas de oro”. Aún con la desgana que le provocaba estar vislumbrando la idiotez del motivo de su tristeza hizo caso al sabio y entró en una joyería. Depositó el anillo sobre el tapete del mostrador y le preguntó al joyero cuantas monedas le darían por él. Después de la mirada atónita del dependiente y cuando sus palabras ya parecían sonar desde algún lugar lejano, el japonés triste e idiota, se colocó el anillo en el anular de su mano derecha y fue a visitar al sabio. Entró en la sala y con movimientos interrumpidos se deshizo del aro, lo dejó en el suelo, al lado del jarrón y después de incorporarse, miró al sabio para decirle que no lo había podido vender porque el joyero le ofrecía cuarenta monedas de oro. No se despidieron siempre que despedirse sólo sea algo parecido a pronunciar cualquier palabra semejante a un adiós. Mientras bajaba en el ascensor, de nuevo con su reflejo, pensó que había malgastado su tiempo haciéndole aquella primera pregunta al sabio. Se había equivocado. Cierto era que poca importancia tenía el valor que que los demás le dieran si esos demás no estaban preparados para valorarlo pero ahora se seguía sintiendo triste por lo idiota que había sido. Seguía bajando en el ascensor. Hubiera querido volver a subir por primera vez a la casa del sabio y pregunatarle porqué siempre encontraba alguna excusa para sentirse triste, no haber esperado ninguna respuesta y haberse sentado a su lado, junto a la flor, a contemplar el cielo japonés a través de la ventana.


En realidad esta no es la historia que una persona le explicó a otra mientras paseaban al perro, ni tampoco todos los extraterrestres de la fiesta de ayer por la noche llevaban gafas pero yo se las hubiera puesto a todos.


I never felt magic crazy as this
I never saw moons knew the meaning of the sea
I never held emotion in the palm of my hand
Or felt sweet breezes in the top of a tree
But now you're here
Brighten my northern sky.

It's been a long time that I'm waiting
Been a long time that I'm blown
been a long time that I've wandered
Through the people I have known
Oh, if you would and you could
Straighten my new mind's eye.

Would you love me for my money
Would you love me for my head
Would you love me through the winter
Would you love me 'til I'm dead
Oh, if you would and you could
Come blow your horn on high.

I never felt magic crazy as this
I never saw moons knew the meaning of the sea
I never held emotion in the palm of my hand
Or felt sweet breezes in the top of a tree
But now you're here
Brighten my northern sky.

Northern sky

Nick Drake


Sigo sin mi reloj. Pero antes de ayer, con el casco puesto y mi culo sobre la moto, vi paseando por la acera de Travesera de Gracia al señor del tiempo que sale por la tele. Me dieron ganas de bajarme de la moto y salir corriendo detrás de él para preguntarle si mañana haría sol. Hizo sol y yo salí a pasear al perro y por la noche, ya sin sol, bebí tanta ginebra como pude y acabé en mi casa durmiendo sola aunque después de la pregunta del café una voz respondiera: “Sí. Solo. Con dos cucharillas de azucar”. Moraleja japonesa: Si no quieres saber mejor no preguntes y si quieres vivir ni sepas ni preguntes. No sé si esta canción es la más bonita del mundo pero...me gusta que lo pienses.

Crónica de un garbanzo (4)

Your keeping secrets from me
But please don’t keep them from yourself


Bobby Peru
Luna

Crónica de un garbanzo (3)

No estoy muy segura de qué es lo que intento limpiar cada noche cuando me miro al espejo, me pongo crema y me paso un algodoncito redondo por la cara. No entiendo qué es lo que quiero olvidar del día…quizá es que necesito espacio para poder guardar el día siguiente. ¿Vamos a pasear? No te preocupes: mañana lo olvidaré todo porque esta noche volveré a pasarme el algodoncito por la cara y además… tú eres ese tipo de hombres que nunca olvidaría su cepillo de dientes en una casa como la mía, aunque te esfuerces en espiarme a través de las ventanas, aunque sepas que me gusta que me espien, aunque empieces a saber demasiadas cosas sobre mi, nunca olvidarías nada que te hiciera volver. Así que puedes seguir viviendo tranquilo aunque esta tarde quiera que volvamos juntos a pasear. Esta noche me lavaré la cara y mañana volveré a cambiar las sábanas y la casa empezará a llenarse otra vez de bichitos, irremediablemente, porque sigue siendo primavera.

Ahora viene un “mientras tanto”.

Mientras tanto, déjame seguir pensando en que quiero irme de esta ciudad. Déjame despedirme despacio, de ella y de mi, cuando todo me parece tan de mentira que sólo me acuerdo de que casi todo sigue siendo un poco de verdad al limpiarme la cara por las noches.

Ahora viene un “esta tarde”.

Esta tarde, sin ti, he ido a pasear y me han recordado que el jueves estuve subida a un columpio en el parque de los niños. ¿Qué coño hacía yo el jueves subida a un columpio? Balancearme. Todos se reían de mí y conmigo pero esos todos no saben que de vez en cuando necesito reír para compensar lo que lloro y que balancearse es sólo un poco eso: reír y llorar.

Ahora viene un “esta noche”.

Esta noche quiero poder dormir y sé que me va a costar. Veré dos películas y leeré dieciocho páginas del libro que ahora me acompaña y mañana por la mañana, en el microsegundo que existe entre el recuerdo del sueño que ahora empiezo a creer que olvido para evitar la tentación de quererlo explicar y la angustía de preguntarme porqué no consigo dormir por las noches, sólo en ese espacio de tiempo, me arrepentiré de lo que estoy escribiendo. Dejaré de nuevo para otro día esas ganas idiotas de querer mostar porqué esta ciudad, cada vez más, me parece estar convirtíendose en una ciudad escaparate.

Ahora ya no sé lo que viene…aunque cuando escriba parezca estar segura de que es lo que pasa después de limpiarme la cara por las noches.

Y también ahora déjame decirte que he perdido el reloj…bueno…quizá quiso él desprenderse de mi muñeca mientras yo me emborrachaba y bailaba y gritaba canciones que no había oido nunca antes. La cosa es que he perdido el reloj y con él, otra vez el tiempo.

Cronica de un garbanzo (2)

Así es como a veces empiezan los cuentos: en octubre. Estirándome en la cama entre dos almohadas y teniendo una idea. Tu cabeza, la mía, esa que cambia de lugar, girando, la idea creciéndo, yo alargándome, la cama encogiéndose y pensando ¿dónde estás? Si te acercas un poquito nos hacemos fantomas y destruimos multinacionales. Si te acercas un poco más… me imagino tus recuerdos, esos que te gusta explicarme entre sorbos de gintonics y si sólo te acercas un poco más, te rozo la barbilla con mis pechos y un poco, poco más, cuando podamos creer que de tan poco ya no queda nada, hacemos intercambio de secretos. Pero ésto no es un cuento, ni es octubre. Supongo que andas perdido entre golpes de platos metálicos. Yo, por mi parte, también ando perdida entre la idea y un sentimiento. Hoy escribo sólo por no perder la costumbre de hacerlo ya que en realidad no tengo muchas cosas que decir, ni que explicar, ni que contar, ni que esperar…leo:

“No encontraba mi lápiz (lo poco que queda de él) y he estado muchos días sin poder escribir nada. También eso es silencio, también eso es mordaza. Pero hoy, cuando lo he encontrado bajo un montón de leña, he tenido la sensación de que recobraba el don de la palabra. No sé lo que siento hasta que lo formulo, debe de ser mi educación campesina. Hoy he estado encaramado mucho tiempo en un tronco deshojando tratando de buscar huellas de algún animal que pueda servirnos de alimento. He visto un paisaje blanco y sin aristas, extenso, interminable, acunado por un viento pertinaz y frío cuyo zumbido sólo sirve para reafirmar el silencio. Y mientras estaba allí, observando, sentía algo que no lograba identificar, algo que ni siquiera sabía si era bueno o malo. Ahora que ya he encontrado mi lápiz, sé lo que era: soledad.”

Los girasoles ciegos
Alberto Méndez


Y después de leer este texto varias veces sé que no tengo nada que decir pero aún así insisto en buscar mi lápiz. ¡Qué lejos me parece ayer! Porqué ayer quería escribir y gritar y contar tantas cosas que hoy tienen otro aspecto y están a demasiada distancia y son tan estúpidas como la pregunta ¿dónde estas? Mi soledad no es suficiente, ni mi vida, ni los engaños en los que nado, ni los líos en los que me meto. Necesito vivir un poco más porqué si no la mina se acaba y me fundo, hundida , por creer que sólo sé revolcarme entre mentiras. Guardo en el perchero de la entrada, colgada entre los abrigos de invierno que ahora no utilizo, la creencía de que aquellas personas que demasiado pronto, cuando todavía nadie había tenido tiempo de empezarlas a educar, tuvieron que buscar la fuerza en su propia conciencia, imberbe aún, para reaccionar contra su pequeño mundo, se convierten en unos revolucionarios de por vida. Desde el sofá, miro la creencía que sigue ahí, hoy después de ayer, más colgada que nunca.

Como ves…no he sido capaz de escribir el cuento de octubre.