Manubrios desde Irlanda


Ayer me subí a un avión y volé hasta Irlanda. Yo me imaginaba que Irlanda era verde y gris y me pareció estar en lo cierto hasta que llegué al aeropuerto y mis ojos dejaron de ver. Ahora ya no sé de que color es…sólo sé que es un país de un color tan mojado que hace que si tienes pelo, se te rice más y donde todas las cosas son muy grandes. Obviaré la constante observación de mi amigo S. Dion (su nombre escrito así parece el de un escritor importante) que desde que vive en Dublín no deja de preguntarse a donde va a parar esa hora de diferencia entre España e Irlanda…yo le digo que va al saco de las horas perdidas, junto a las de los domingos por la tarde y a las de las compras con la suegra. En fin, de lo que yo quiero hablar es de lo grande que son las cosas en Irlanda, especialmente los maceteros. Sí: Irlanda es el país con los maceteros más grandes del mundo y debido a esto se han visto obligados a adaptar las dimensiones de casi todo. Por ejemplo: un hombre monta un bar. Coloca plantas naturales y esto le obliga a elegir un local inmenso porque si no habría sitio para los maceteros. Las plantas se desmesuran, por lo tanto, es necesario que los techos sean bien altos y si lo son, las paredes se hacen eternas y han de colgar espejos de siete metros cuadrados, con marcos dorados que parecen la barandilla de la escalera de un geriátrico de lujo. Con tanto espejo por todas partes la sensación espacial se sobredimensiona y han de recubrir los techos con mil quinientas lámparas, también gigantes, como las paredes, los espejos, las plantas y los maceteros. Ahora viene la selección de personal. Teniendo en cuenta que estamos en un país donde casi todo el mundo dice que viene a aprender inglés, lo normal sería que los cartelitos, quiero decir, las vallas publicitarias que cuelgan en las cristaleras de los bares, dijeran: se necesita personal con inglés fluido. Pero yo, que no he venido aquí a aprender nada y que todavía entiendo de todo muy poco, intuyo que en esas vallas lo que se pide es personal, que hable el inglés que pueda pero que es indispensable que sean muy altos. Si no… ¿cómo es posible que todos los camareros me saquen tres cabezas? Por si ustedes no lo saben, yo mido ciento sesenta y un centímetros, ni más ni menos y eso hace que habitualmente encuentre a personas más altas que yo pero… ¿no es sospechoso que todos y cada uno de los camareros de los bares en Irlanda me saquen tres cabezas? No es casualidad. Es bien sabido que cuando entras en el mundo de la hostelería, principalmente como camarero, tus funciones laborales no se limitan a servir mesas, atender amablemente a los clientes y ligar cuando puedas, no. Es casi obligado realizar tareas variopintas que nunca fuiste capaz de imaginar cuando leíste el cartel y decidiste entrar a pedir trabajo. En Irlanda, has de ser un camarero alto porqué si no, a ver de que manera vas a ser capaz de regar las plantas, que tampoco es cuestión de ir todo el día para arriba y abajo con una escalera, que se pierde mucho tiempo y queda fatal. Pero lo de los maceteros también sucede en las casas. Colocan toboganes infantiles en los jardines, no para que disfruten los críos (aquí si un padre saca a jugar a un niño al jardín es o porque está loco o porque quiere congelarlo) sino para proteger los maceteros. Las peanas de las ventanas son de un metro de ancho y es a partir de esta medida que construyen la casa…lo acabo de medir: el cajón de debajo de los fogones de la cocina tiene un metro y veinte centímetros de largo. Las televisiones de plasma aquí no triunfan porque no tienen el ancho necesario para sostener la base de una maceta…así que, independientemente del color y de la constante lluvia, Irlanda resulta ser un país desproporcionado por culpa de la proporción. Y si alguien en este momento exacto del parágrafo todavía no ha sido capaz de leer entre líneas, voy a intentar ser clara:

Ayer llegué a Dublín y me pasé dos horas en una calle comercial igual a todas las calles comerciales de cualquier ciudad del mundo. Como me da por saco ir de compras y mi amigo me ha dicho que el café es muy malo, me pasé las dos horas intentando sacar fotos en dichosa calle comercial. Cuando fui capaz de salir de mi misma y verme haciéndole fotos a cinco caramelos tirados en un charco, me di cuenta de que estaba haciendo el idiota…pero la observación llegó tarde: estaba calada hasta los huesos y con una cámara a punto de naufragar. Fui a buscar a mi amigo a su trabajo y fuimos juntos a tomar una cerveza gigante a un bar gigante, cogimos un autobús gigante con un conductor gigante, atravesamos un cuarto de Irlanda y llegamos hasta su casa de alquiler gigante y…realmente preciosa. Hoy parece que hace buen día y digo que lo parece porque ha salido el sol pero…es un sol trampa. Tras los ventanales gigantes veo como se contonean los troncos de los árboles hasta hacerte creer que en lugar de madera son de goma, así que no me veo capaz de salir a la calle. No quiero salir de esta casa. Estoy como atrapada. Es tan grande…y yo soy tan pequeña…sólo con recordar mis treinta metros cuadrados de Barcelona me entra un no sé que por las tripas que me hace ir del salón a la cocina, de la cocina a la habitación, de la habitación al baño, bajar las escaleras, volverlas a subir, mirar por todas las ventanas, detenerme a ver unos pájaros sobre el tejado a cuatro aguas de la casa de enfrente, un jardín con macetas, los tallos de albahaca inclinada y la tormenta acechando tras las ramas desnudas de los árboles del fondo. Qué placer estar sentada en una mesa enorme con un cristal que plancha el mapa de Dublín, junto a una taza azul que no es mía. Así que, sin querer, se me ha quedado enganchado un portátil bajo las yemas de los dedos y no puedo parar de escribir, aunque sean completas estupideces, pero es que prefiero estar aquí escribiendo sobre las dimensiones de los maceteros en Irlanda que salir a la calle y morir de frío antes de traspasar la puerta del jardín. Una pregunta por si alguien me puede contestar: ¿el número de escritores de un país es proporcional a la temperatura del mismo?

Manubrios de Navidad

Estas navidades mi madre me ha regalado un moño. Llevo tres días comiendo en casa de mis padres creyendo estar atrapada en un domingo infinito si tenemos en cuenta que, para los afortunados de ser todavía hijos únicos y todavía solteros, las navidades no se diferencian de un domingo cualquiera si no es por la sopa de galets, los canalones y, en mi caso, el moño. He llegado tarde, las tres de la tarde resulta ser tarde y después de lo dicho: la sopa y los canalones quemados (apunte importante: mis padres tienen la sana costumbre de hacerme sentir el centro del universo y si los canalones se han quemado, evidentemente ha sido porque yo he llegado tarde) se me ha ocurrido, por aquello de amenizar la velada, decirles que esta noche iba al teatro. Mi madre se ha levantado de la silla, como si justo desde el otro lado de la casa empezara a acabarse el mundo, y ha salido del comedor. Al volver llevaba un neceser lleno de agujas de pelo, recuerdo de sus gloriosos años de peluquera y sin dejarme opción a entender lo que estaba sucediendo, me ha dicho: “Hija, pues si vas al teatro, tendré que hacerte un moño.”. Mi padre se ha sentado en el sofá a leer el periódico porque desde hace demasiados años sabe que cuando mi madre saca los artilugios-artipegios, es hora de desaparecer y dejar que las mujeres tomen las riendas de la situación. Mi madre me ha hecho girar la silla, quedándose ella frente a mi espalda y yo frente a los turrones de la cesta de navidad. Me ha soltado la coleta y se me ha desplomado la melena. Me ha parecido una buena situación para un anuncio de suavizante para el pelo, a ver si los creativos espabilan, y justo cuando empezaba a cogerle gusto a eso de hacerme un moño oigo como mi madre me dice: “¡Hazte pequeña!”. Pero…¿cómo que me haga pequeña? ¿Qué significa que me haga pequeña? ¡Qué quiere… que vuelva a dejarme empapelar las paredes de mi habitación con cuadros escoceses, que me vuelva a vestir con ropa tres tallas más grandes para que me dure más, que vuelva a decirles que me quedo a dormir en casa de una amiga cuando estoy de picos pardos con el hombre de mi vida, que regrese a casa antes de las diez, que sufra acné, que me deje poner chupete? Hace más de quince años que mi madre prometió no volver a tocarme el pelo. Mi hermosa melena era lo único que le enorgullecía de mi. Sí: era la niña con el pelo más bonio de toda mi clase pero cada vez que me lo cortaba se armaba una gorda en casa, así que un día, cansada de tanta discusión, mi madre juró no volver a tocarme el pelo diciendo que prefería pagar a una peluquera que tener que aguantar mis peloteras. Ha tardado pues, quince años en romper su promesa y ha tenido que ser precisamente hoy que voy al teatro. ¿Y es necesario que yo tenga que hacerme pequeña para que ella pueda pasar por alto el tiempo perdido? Pues sí. Mi madre, como todas las madres, decrece y su altura no alcanza ya para hacerme un moño, porque, puestos ha hacerlo, yo lo quiero alto, bien arriba, que si no voy a parecer una vieja. Así que he deslizado mi culo sobre la silla y mi madre se ha puesto manos a la obra. De reojo he visto como una a una cogía las orquillas y notaba como las abría con la boca y las iba colocando en mi cabeza, recogiendo cada mechón En diez minutos ha dicho: "¡ya está!" Mi padre ha vuelto de sus guerras en otros países, de las ofertas de cruceros por las islas griegas y los sudokus y nos ha mirado. Joder…como me quiere mi padre. Otra vez he sido el centro del universo porque sin necesidad de mirarme me he sentido la mujer con moño alto más bella del mundo. Mi padre, en ese intento por participar, siempre tarde, ha querido traerme un espejo de mano pero mi madre, sin entender el significado profundo de su ofrecimiento le ha dicho: “Anda, anda, Miguel: que con uno de mano no se verá la cabeza por detrás.” Y la mujer, razón tenía, pero tampoco era necesario hacerle sentir al hombre tan inútil, así que yo le he dejado traerlo mientras nosotras, paralelamente , ya habíamos decidido desplazarnos hasta el baño. He llegado la primera y me he puesto las manos en la cara y he empezado a deshacerme de la risa. Mi madre, con la que me miraba a través del espejo del ikea, no entendía si mi reacción significaba que estaba encantada o que debía asumir el inicio de un nuevo letargo de otros quince años antes de volver a poner sus manos sobre mi cabeza. Para potenciar su incertidumbre yo le he dicho: “pero, mamá…¿cómo quieres que vaya yo así al teatro?” El tiempo se ha detenido y con él, el cambio climático y el desastre final. Ha sido entonces cuando ha llegado mi padre, insisto, siempre llega tarde a las cosas de mujeres, con el espejo de mano, me lo ha dado y me he podido ver la cabeza por detrás, viendo así también, el reflejo del moño más bonito del mundo. Será que en Navidad me pongo tonta, tan tonta como cuando creo enamorarme y decido hacerme una limpieza facial y depilarme, tan tonta como cuando sin pensarlo demasiado, tomo conciencia de las pequeñas cosas que me hacen creer que en realidad soy el centro del universo de unos cuantos y que esos cuantos, aunque sólo sean dos, bien merecen pasar un rato el día de San Esteban atrapados en un cuarto de baño riéndose de un moño.

Las horas del manubrio (17)

He perdido la costumbre de sujetar un bolígrafo con mi mano derecha y hacerlo deslizar sobre una hoja y aún así, no me siento inútil. Pinto estatuas antiguas de color azul turquesa y cuelgo muñecos amorfos en paredes que me importan más bien poco, y aún así, no me siento inútil. Estoy aprendiendo a balancearme sobre una de las cuatro cuerdas de un violonchelo al que he llamado Heima y todavía no he acabado de decidir si eso es útil o no. Escucho programas de televisión y bailo en mi trabajo. Llega el fin de semana, largo y estupendo, y la puerta de casa sigue cerrada. Recuerdo alguna sensación, un breve impulso de algo parecido a un llanto. Ahora eres un poeta, no porque escribas poesía, si no porque de ti se desprende algo que parece de verdad y… vuelve la sensación en forma de una mancha de sangre que no me atrevo a dibujar. Yo todavía sigo siendo cobarde para escribir. Con el peso de la distancia te diría que era invierno y que escuchábamos a Bach. No lo he vuelto a escuchar hasta ahora y no por nada en particular, supongo que Bach no me interesaba lo más mínimo. Me leíste alguna cosa mientras yo te respondía con historias de estudiantes de cine. Y ahora que los alumnos más aventajados están seleccionados para los oscars y que vuelve a ser invierno y que de nuevo ha llegado Bach, y sigue la puerta cerrada y el ruido, y el papel en blanco y las uñas, como motas, sobre el teclado caminan en forma de araña apaleada, ahora me pareces de verdad: aunque te guste el fútbol. Es muy probable que no recuerdes nada pero sin tú quererlo, formas parte de mi bestiario particular, ese que guardo bajo la cama, junto al cubo de plástico de la ropa sucia. De ti aprendí pocas cosas, por entonces no tenía ni la bella costumbre de coleccionar cepillos de dientes de otros, pero ahora quizá te admiro. Es sólo eso.