Manubrios de Navidad
Estas navidades mi madre me ha regalado un moño. Llevo tres días comiendo en casa de mis padres creyendo estar atrapada en un domingo infinito si tenemos en cuenta que, para los afortunados de ser todavía hijos únicos y todavía solteros, las navidades no se diferencian de un domingo cualquiera si no es por la sopa de galets, los canalones y, en mi caso, el moño. He llegado tarde, las tres de la tarde resulta ser tarde y después de lo dicho: la sopa y los canalones quemados (apunte importante: mis padres tienen la sana costumbre de hacerme sentir el centro del universo y si los canalones se han quemado, evidentemente ha sido porque yo he llegado tarde) se me ha ocurrido, por aquello de amenizar la velada, decirles que esta noche iba al teatro. Mi madre se ha levantado de la silla, como si justo desde el otro lado de la casa empezara a acabarse el mundo, y ha salido del comedor. Al volver llevaba un neceser lleno de agujas de pelo, recuerdo de sus gloriosos años de peluquera y sin dejarme opción a entender lo que estaba sucediendo, me ha dicho: “Hija, pues si vas al teatro, tendré que hacerte un moño.”. Mi padre se ha sentado en el sofá a leer el periódico porque desde hace demasiados años sabe que cuando mi madre saca los artilugios-artipegios, es hora de desaparecer y dejar que las mujeres tomen las riendas de la situación. Mi madre me ha hecho girar la silla, quedándose ella frente a mi espalda y yo frente a los turrones de la cesta de navidad. Me ha soltado la coleta y se me ha desplomado la melena. Me ha parecido una buena situación para un anuncio de suavizante para el pelo, a ver si los creativos espabilan, y justo cuando empezaba a cogerle gusto a eso de hacerme un moño oigo como mi madre me dice: “¡Hazte pequeña!”. Pero…¿cómo que me haga pequeña? ¿Qué significa que me haga pequeña? ¡Qué quiere… que vuelva a dejarme empapelar las paredes de mi habitación con cuadros escoceses, que me vuelva a vestir con ropa tres tallas más grandes para que me dure más, que vuelva a decirles que me quedo a dormir en casa de una amiga cuando estoy de picos pardos con el hombre de mi vida, que regrese a casa antes de las diez, que sufra acné, que me deje poner chupete? Hace más de quince años que mi madre prometió no volver a tocarme el pelo. Mi hermosa melena era lo único que le enorgullecía de mi. Sí: era la niña con el pelo más bonio de toda mi clase pero cada vez que me lo cortaba se armaba una gorda en casa, así que un día, cansada de tanta discusión, mi madre juró no volver a tocarme el pelo diciendo que prefería pagar a una peluquera que tener que aguantar mis peloteras. Ha tardado pues, quince años en romper su promesa y ha tenido que ser precisamente hoy que voy al teatro. ¿Y es necesario que yo tenga que hacerme pequeña para que ella pueda pasar por alto el tiempo perdido? Pues sí. Mi madre, como todas las madres, decrece y su altura no alcanza ya para hacerme un moño, porque, puestos ha hacerlo, yo lo quiero alto, bien arriba, que si no voy a parecer una vieja. Así que he deslizado mi culo sobre la silla y mi madre se ha puesto manos a la obra. De reojo he visto como una a una cogía las orquillas y notaba como las abría con la boca y las iba colocando en mi cabeza, recogiendo cada mechón En diez minutos ha dicho: "¡ya está!" Mi padre ha vuelto de sus guerras en otros países, de las ofertas de cruceros por las islas griegas y los sudokus y nos ha mirado. Joder…como me quiere mi padre. Otra vez he sido el centro del universo porque sin necesidad de mirarme me he sentido la mujer con moño alto más bella del mundo. Mi padre, en ese intento por participar, siempre tarde, ha querido traerme un espejo de mano pero mi madre, sin entender el significado profundo de su ofrecimiento le ha dicho: “Anda, anda, Miguel: que con uno de mano no se verá la cabeza por detrás.” Y la mujer, razón tenía, pero tampoco era necesario hacerle sentir al hombre tan inútil, así que yo le he dejado traerlo mientras nosotras, paralelamente , ya habíamos decidido desplazarnos hasta el baño. He llegado la primera y me he puesto las manos en la cara y he empezado a deshacerme de la risa. Mi madre, con la que me miraba a través del espejo del ikea, no entendía si mi reacción significaba que estaba encantada o que debía asumir el inicio de un nuevo letargo de otros quince años antes de volver a poner sus manos sobre mi cabeza. Para potenciar su incertidumbre yo le he dicho: “pero, mamá…¿cómo quieres que vaya yo así al teatro?” El tiempo se ha detenido y con él, el cambio climático y el desastre final. Ha sido entonces cuando ha llegado mi padre, insisto, siempre llega tarde a las cosas de mujeres, con el espejo de mano, me lo ha dado y me he podido ver la cabeza por detrás, viendo así también, el reflejo del moño más bonito del mundo. Será que en Navidad me pongo tonta, tan tonta como cuando creo enamorarme y decido hacerme una limpieza facial y depilarme, tan tonta como cuando sin pensarlo demasiado, tomo conciencia de las pequeñas cosas que me hacen creer que en realidad soy el centro del universo de unos cuantos y que esos cuantos, aunque sólo sean dos, bien merecen pasar un rato el día de San Esteban atrapados en un cuarto de baño riéndose de un moño.
1 Comments:
leí primero el post de irlanda... así que debo decir que con este también me he reido, pero poco más diré pues me pasé en el anterior... Igual que siempre, me encanta como escribes.
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