Crónica de un garbanzo (10)

Mi padre siempre ha tenido las manos gordas o al menos eso es lo que me dice mi madre sobre ellas. Yo se las miro y me parecen de lo más normal pero mi madre insiste en que son gordas. Mis padres se conocieron en el baile de un barrio obrero de Barcelona, durante el verano. Mi padre estaba en un lado de la plaza con unos amigos, paseándose con unos enormes pantalones de campana y una camisa blanca a la que llamaba la camisa de los domingos, recién lavada y planchada con todo el amor del mundo por mi abuela. Mi madre, que por aquel entonces ya trabajaba de aprendiza de peluquera, también paseaba, con minifalda, botas de tacón y el pelo recogido en un moño que ella misma se había hecho. La música sonaba y mis padres paseaban sin saberse el uno del otro bajo los mismos farolillos de colores que adornaban la carpa que les resguardaba. Mi madre buscaba novio o lo que es lo mismo, un hombre que fuera abogado, director de banco o médico que le sacara a ella y a su familia de la necesidad de tener que compartir un huevo frito entre cinco. Mi padre buscaba novia o lo que es lo mismo, una mujer guapa y buena que le acompañara a ir al cine los fines de semana. Mi madre vio a mi padre y no dejó de mirarlo hasta que él no tuvo más remedio que acercarse e invitarla a tomar una gaseosa. Ella rechazó el ofrecimiento y mi padre regresó a su grupo de amigos sin saber exactamente qué estaba sucediendo ya que mi madre seguía con su mirada clavada en él. Su mejor amigo le dio dos palmaditas en la espalda y le dijo: “Sácala a bailar”. Mi padre se armó de valor y volvió hacia mi madre. No la dejó hablar y fue el único momento en la historia de su vida en el que lo consiguió. Mi madre, pues, no habló y se dejó rodear la cintura y llevar por la música pudiendo ver tan de cerca las manos de mi padre como para darse cuenta de que eran demasiado gordas para ser de un abogado, un director de banco o un médico. Mi padre, así mismo, estuvo tan cerca de mi madre como para saber que realmente era una buena mujer a la que si insistía acabaría por acompañarlo al cine el próximo fin de semana. Cuando ambos consiguieron acercarse tanto como para besarse mi padre olvidó que mi madre era fea y a mi madre le importó bien poco que mi padre fuera estampador de telas en una fábrica de las afueras de la ciudad. Así se encontraron mis padres una noche en el baile. Empezaron a acostumbrarse a ir cogidos de la mano, a acariciarse en los portales, a esperarse a las salidas del trabajo o del metro, a presentarse a las familias, a interesarse cada uno por los problemas del otro. Se casaron en la primavera de 1971 y yo nací en Mayo de 1976. A menudo les pregunto por la dictadura con una absurda sensación de orgullo por creerme hija de la democracia. Ellos nunca hablan de política mientras pienso que todavía no he aprendido a encontrar respuestas entre las líneas de sus historias. Muchas veces voy a comer con mis padres a un bar de menú a 8,50. Están ansiosos porque un día llegue y les cuente que he conocido a alguien en un baile. Insisto en hacerles comprender que las cosas ahora ya no funcionan como antes pero ellos no entienden eso de que los chicos ya no te saquen a bailar. Cuando desisto en mi intento de mostrarles como es el mundo en el que vivo, de vez en cuando, aparezco con la historia de que he conocido a un chico pero que no me acaba de gustar porque tiene las manos gordas. Mis padres se ríen y mi madre, aún con la misma mirada picarona con la que enamoró a mi padre, siempre zanja la conversación diciéndome: “Anda! Anda! Que eso sólo son tonterías”.

Crónica de un garbanzo (9)

Alguna vez quisiste subir a casa, llamar a mi puerta y entrar. Sentarte en la terraza a comer cerezas y hablar de nuestras cosas. Escuchar de fondo como llora el hijo de la vecina del bloque de enfrente, como el agua baja por las cañerías, la música. Ser gato blanco tendido sobre uralita verde. Quisiste todas esas cosas y eso fue lo que encontraste. Pero hoy, al irte, antes de que la luz de la lámpara del techo de mi salón se despegara de la del mísero globo blanco que alumbra nuestra escalera, antes de que eso sucediera, te has girado para decirme: “Algo queda”.

Te echaré de menos.

Para G.O.

Crónica de un garbanzo (8)

De pié, en la barra de un bar donde no se fía. En cada mano un trozo de limón que exprime, que le salpica los ojos y no le deja ver. Deseosa de que alguna gota se quede sólo en su boca, sin sobrepasarla. Pero no es capaz de controlar la fuerza y las gotas llegan para cegarla, precipitándose más tarde por su cara, hacía el sur, como lágrimas amarillas. Y cambiaría la barra del bar por un pupitre y los limones por lápices y, sin dejar de llorar, volvería a inventarse a si misma resiguiendo las líneas de las letras de un cuaderno de caligarfía.

Crónica de un garbanzo (7)

“Nos metimos en el dormitorio tras una larga conversación en la oscuridad de la sala de estar. Era una chica agradable, sencilla y sincera, y con un miedo terrible al sexo. Le dije que era algo hermoso. Quería demostrárselo. Me dejó que lo intentara, pero yo estaba demasiado impaciente y no le demostré nada. Ella sollozaba en la oscuridad.

-¿Qué le pides a la vida?- le pregunté, y solía preguntárselo a todas la chicas.

-No lo sé- respondió-. Sólo atender a las mesas e ir tirando.

Bostezó. Le puse mi mano en la boca y le dije que no bostezara. Intenté hablarle de lo excitado que me sentía de estar vivo y de la cantidad de cosas que podríamos hacer juntos; le decía esto y pensaba marcharme de Dénver dentro de un par de días. Se apartó molesta. Quedamos tumbados de espaldas mirando el techo y preguntándonos qué se habría propuesto Dios al hacer un mundo tan triste.

En el camino

Jack Kerouac


No sé si lo que me irrita es que me parece una mierda el libro o la seguridad con la que demasiado a menudo me veo a mi misma sollozando en la oscuridad. El mundo está repleto de gilipollas: casi todos se hacen llamar artistas.

Crónica de un garbanzo (6)

Pensaba estar coleccionando besos cuando en realidad sólo almacenaba silencios.