Un ratito en el deslugar (12)

María se ha quedado atrapada en su habitación. Quiere pensar que es el frío de afuera la que le impide salir pero eso es seguramente sólo una excusa. Se pasa el día leyendo lo que escriben los demás y lo que no puede escribir ella: estar en el deslugar permite que sucedan ese tipo de cosas. Y es que, al fin y al cabo, quizá tampoco se esté tan mal allí o aquí, donde quiera que esté ese deslugar. Ahora seguramente todo se desordene para poder alcanzar un orden después. Habrán de caer muros para poder levantar paredes y si los muros no se caen solos habrá que destruirlos a golpe de martillo, a puñetazos si hace falta, reventarlos. Las nubes pesan mucho hoy por eso les debe costar tanto moverse. Eso es todo lo que María ha sido capaz de pensar cuando de nuevo ha vuelto a mirar a través de la ventana y se ha dado cuenta de que había dejado de nevar.

Un ratito en el deslugar (13)

Todavía no había acabado de entender muy bien cómo había sucedido y mucho menos se atrevió a preguntarse porqué había sucedido. En un instante desaparecieron todos ellos. Desaparecieron bajo el agua, bajo las casas destruidas, los complejos turísticos, las palmeras. Quedaron atrapados en los coches, en los puentes…pero lo peor de todo es que quedaron sepultados bajo una cifra, como si todos fueran iguales. Cada individuo se perdió en la masa de un número. Sería impòsible pensar en cada uno de ellos como en la pérdida de una vida individual, una más una, más una, más una, más una…y María seguía intentando evitar preguntarse porqué. Hacía muy poco que un amigo suyo había regresado de una viaje a la Indía. Le había contado que allí tenían una frase que decía: “Money comes as money goes” pero es que “Life comes as life goes” y eso es muy duro, y aún pensándolo, estaba segura que era incapaz de querer creer que eso fuera realmente así, tan simple y tan espantoso al mismo tiempo. Le hubiera gustado creer en algún otro tipo de existencia capaz de albergar a todos esos seres después de desaparecer…pero no podía. Las dimensiones eran demasiado grandes y María se sentía tremendamente pequeña y no le quedan palabras ni pensamientos.

Un ratito en el deslugar (11)

En un mundo había un río con dos orillas. Era muy fácil saltar de una a otra, lo difícil era descubrir porque era siempre tan complicado entender a los del otro lado.

Un ratito en el deslugar (10)

Aquella tarde había osurecido muy pronto y aquel año había pasado demasiado rápido…otra cena navideña. Ésta formaba parte de ese tipo de reuniones que durante las fiestas se suceden sin parar para celebrar no sé sabe muy bien el que: una despedida de alguien que se va, un encuentro de los que se quedan… A diferencia de la mayoría de retaurantes alemanes y quizá por no serlo, el volumen sonoro del local era altísimo. Se unieron varías mesas de maderas y luego una camarera que pronunciaba constantemente “grachie” intentando darle un toque más exótico al lugar, las cubrió con unos manteles de cuadritos azules. Llegó el momento de ocupar las sillas. Momento complicado, importante: los asistentes tampoco se conocían tanto y a María, la idea de tener que aguantar durante toda una cena a alguien con el que se supone no tenía nada que decise, no le resultaba demasiado agradable. María, aunque seguía sin creer en Dios, le pidió no tener la suerte de sentarse cerca de la única persona que tras haberla encontrado en alguna otra reunión parecida, le producía una extraña sensación y le hacía pensar que era un completo gilipollas. Pero, como Dios no existía o si existía no le hacía ni puñetero caso, justo le tocó enfrente. Menuda cenita le esperaba, pensó. Las pizzas, las botellas de vino y el aceite picante fueron depositandose lentamente sobre los cuadritos del mantel mientras se confundían con todos los idiomas que aquel grupo de personas era capaz de hablar para poder llegar a algún tipo de comunicación. María compartió algún cigarrillo con el tipo de enfrente pero él parecía más interesado en darle conversación a la chica de al lado, cosa que a María no le importó en absoluto. Acabó la cena y llegó la hora de pagar y de irse a otro lugar para acabar la noche. Algunos no continuaron con el plan establecido: debían hacer las maletas para regresar a sus hogares a celebrar la Navidad en toda regla. Los supervivientes se dirigieron a un bar no muy lejos de la pizzería. No muy lejos no implicaba que los cinco minutos que separaban un lugar del otro no tuvieran que aguantar un frío capaz de traspasar en segundos todas las capas de ropa que se habían colocado. En el bar, María entabló conversación con una serbía que había cambiado su cuidad por Berlín. Era extraño, como si la coconiera de toda la vida. Había algo en ella que le hacía pensar que era la versión balcánica de ella misma. La vida seguramente le había hecho endurecerse de manera más rápida de lo habitual pero conservaba un increible sentido del humor y desbordaba creatividad sin ningún tipo de vergüenza. Al rato, María cambió de taburete y se sentó conscientemente frente al tipo que horas antes creía no poder soportar. La Navidad tiene este tipo de cosas, mágicas, que no se epueden explicar , bueno… la Navidad o quizá la vida. Empezaron hablando de unos cubitos de plástico que se encendían al introducirlos en agua. Continuaron hablando de política y acabaron hablando de ellos mismos. María, siguiendo sin saber porqué, se atrevió a decirle que no sabía que era lo que le hacía creer que él no era un buen tipo. Lo extraño fue que aquella persona pensaba igual sobre si misma. María decubrió en él una devilidad, un instante de sinceridad infinita. Se encontró cara a cara con un ser que creía no ser bueno pero que el no serlo formaba parte de él mismo. Sabía que los demás lo notaban y para protegerse se había construido una cabaña a base de palitos de orgullo y prepotencia. Acabaron de beberse la cerveza juntos y aquella persona a la que horas antes no podía sufrir acabó invitando a María a su fiesta de fin de año. María regresó a su casa, ahora en Berlín…

Un ratito en el deslugar (9)

Un sentimiento encontró a una buena persona y decidió meterse en ella. El sentimiento era muy feliz dentro pero no tenía ni idea de lo bien que estaría el día que encontarse un sentimiento como él metido en otro cuerpecito.

Un ratito en el deslugar (8)

A María no le gustaba su nombre pero le gustaba mucho menos la idea de tener que cambiarlo. La suerte era que, en realidad, ella no necesitaba llamarse a si misma y que durante su existencia sólo debería aguantar esa conjunción de letras pronunciada, al fin y al cabo, por la gente que estaba afuera. Con los de dentro, era diferente. Algunos la solían llamar hija, otros amiga. Y algún día la llamarían mamá, abuela,…amor. De algunos, también era cierto, esperaba no ser llamada nunca de ninguna manera.

Un ratito en el deslugar (7)

Una tarde invitaron a María a cenar. No es que tuviera muchas ganas de ir sobretodo teniendo en cuenta que en su cabeza estaba escuchando música de jazz continuamente y eso le dejaba poco espacio para otras cosas. Le pidieron que trajera teorías de esas que hacían pasar un buen rato a los que las escuchaban y al mismo tiempo hacían que María pareciera una persona interesante e imaginativa, digna del mejor acto social. También le pidieron que llevase un muñeco de nieve, redondito y gordito y es que… aquella tarde había nevado en Berlín! Hacía no demasiadas horas que María se había despertado. En realidad, alguién había decidido marcar su número de móvil y habiendo olvidado apagarlo la noche anterior, no tuvo más remedio que abandonar su cama. En el momento en que sonaba, maldijo el móvil, la mañana y la resaca que llevaba encima. No le dió tiempo a contestar pero aprobechó la excusa para ir a la cocina y prepararse una tostada con mantequilla y un café con leche. Casi instintivamente decidió seguir leyendo un pedazo de tocho de libro que desde varios días la tenía atrapadísima y dejó que así el tiempo continuara pasando. Empezaba a oscurecer y encendió dos velas. Pensó que era una romántica y que por mucho que intentara evitarlo no habría manera de dejar de ser lo que era. Mientras leía, de vez en cuando, distraía su mirada en los edificios a través de la ventana. En un instante cientos de copos blancos empezaron a precipitarse desde el cielo, ansiosos por reposar su conjelada y efímera existencia sobre algún tejado, la rama de un árbol o las flores resecas del dintel de la ventana. Se estremeció al pensar cuanta belleza albergaba aquel suicidio en masa. Agradeció que el termómetro exterior no funcionara: no le apetecía nada saber un dato excato, prefería pensar que solamente, ahí fuera, hacía mucho frío.

Un ratito en el deslugar (6)

Ésta era la tercera vez que María viajaba a la misma ciudad pero qué es lo que había cambiado desde su última visita: la ciudad, ella o ambas cosas. Había empezado a cansarse de no encontrar respuestas. Era quizá sólo cuestión de tiempo llegar a cansarse también de hacerse preguntas. Todo era tiempo y el tiempo no era nada.

María viviría durante un mes en una habitación pequeña, con una ventana, una mesa y los libros y la ropa de otra persona. Invadiría ese espacio intentando hacerlo suyo porque a ella pocas cosas le quedaban. La cama estaba a dos metros del suelo, sobre una estructura de madera natural a la que se accedía através de una escalera. Al principio, la idea de dormir en las alturas le gustó pero tras pasar la primera noche cayó en la cuenta de que le daba pánico bajar. Le dió la bienvenida a una nueva contradicción en su vida: amaba subir y odiaba bajar pero ninguna de las dos cosas era posible sin la existencia de la otra. Nada podía hacer. Le preguntó a sus sueños si tenían vértigo a lo cual respondieron que no. Así… bueno, supuso que podría dormir tranquila.

Un ratito en el deslugar (5)

-María ¿Dónde estás?
-¡Aquí!
-¡Maríííííaaa! ¡Maríííííaaa! !¿Dónde estás?
-Aquíiiiiii! Estoy aquí.

Aunque nadie pudiera oírla, María estaba segura de estar en algún lugar.

Un ratito en el deslugar (4)

María cambia de hotel.
María se lo lleva todo.
María se ha convertido en maleta.
María va de un deslugar a otro.
María viene.
María llega.
María.

Pepe, también se ha ido pero...eso ya es otra historia.

Un ratito en el deslugar (3)

María se hace tantas preguntas que salen interrogantes cuando alguien trata de escribir sobre ella.

Un ratito en el deslugar (2)

Mar�a, un d�a, se encontr� con un l�mite�pero no se asust�.
Se sent� frente a �l y se lo qued� mirando. Desde hac�a ya muchos a�os se hab�a estado preparando para la llegada de un momento como ese aunque ahora�y sigui� pensando, �qu� se supon�a que deb�a hacer?, �Lo deb�a saltar, lo deb�a traspasar, jugar con �l, so�arlo por las noches, compartir su vida? Tantos a�os de experiencias, tantas historias escuchadas y en un segundo, concret�simo, sentada frente a �su� l�mite, bien solita. Pas� un tiempo, del tipo del que no se puede contar: mucho tiempo, poco tiempo, dieciseis segundos, veinte horas, un instante� Mar�a se acerc� lentamente al l�mite, sin pesta�ear. Descubri� que dentro del l�mite, hab�a otro y que dentro de ese otro, otro y otro y otro� Mar�a, aunque se empez� a sentir menos sola al ver tantos l�mites a su alrededor, continu� sin tener ni idea de qu� hacer con todos ellos.



Un ratito en el deslugar (1)

Era sábado, por la tarde, y afuera de la casa de los padres de María llovía, aunque si hubiera hecho sol, habría importado lo mismo, exactamente lo mismo. En una de las habitaciones de la casa, la llamada ‘salita pequeña”, María permanecía sentada en la mesa redonda al lado de su abuela. Habían acabado de comer y la família ya no sabía que excusa inventar para evitar que la abuela, debido a esa necesidad constante por sentirse útil, no se levantara a fregar los platos. La madre de María sacó un tupper de plástico con agujas, alfileres, hilos de colores y un estuche de dos asas lleno de botones. Mientras hacían sorbitos al café servido en unas tazas de veinte duros, unas tazas horrorosas que se utilizaban para ver si se rompían, pasaron un buen rato inventando pulseras, collares y broches con el tesoro del tupper. De repente, María cogió el estuche y volcó sobre el cubremanteles de plástico todos los botones. Miró a su abuela y le dijo: “-Yaya: vamos a contarlos.-” Su madre, desde que ella era capaz de recordar, había ido guardando meticulosamente en el estuche, porque “en esta casa no se tira nada” y porque “cada cosa siempre tiene que estar en su sitio” todos los botones que llegaban a modo de polen. Contarlos suponía por un lado, encontrar repuesta la pregunta generada desde su infancia de saber cuántos botones era capaz de almacenar su madre, por otro, que mejor plan de sábado lluvioso para una abuela que contar botones pequeñisimos, de mil colores, de mil épocas, con su nieta. María empezó. Cojía diez y los metía en el estuche: “más diez, veinte. Más diez treinta-”. La función básica de la abuela consistía en ir recordando la cifra final cada vez que María rescataba diez botones. Así iban pasando de ochenta a noventa, de noventa a cien, de cien a ciento diez…La abuela preguntó: “-pero, ay chica!, para qué los cuentas?-”. Al segundo: “-ya me dirás, a ver, para qué los quieres contar!-”. Más tarde: “-no me digas tú que necesidad tienes de estar contándolos!”. María no contestaba, miraba a su abuela, sonreía. “-Pero fijate tú la idea de contar botones-“, refunfuñaba la abuela mientras movía la cabeza de un lado a otro. María insistía en que recordara las cifras:”- yaya, trescientos treinta-” y la abuela :”-que sí, que sí, trescientos treinta pero chica mira, no se qué necesidad hay…-” La madre retiró las tacitas de café y dejó que María y la abuela siguieran contando. “-quinientos cincuenta y diez?-Ay, chica, no sé pues di tú…eso, eso, quinientos sesenta, pero… los platos sin fregar y ya me dirás, aquí, contando botones. ¿Qué dirá tu padre!-Yaya, acuérdate, quinientos sesenta-“ El montoncito de botones desperdigados por la mesa iba disminuyendo, el estuche se iba llenando, poco a poco, de diez en diez. Durante todo el proceso María se había negado rotunadamente a contestar a la pregunta de su abuela de porqué tenía que contar los botones. La abuela, pese a su insistencía, se había dado cuenta y aunque no era capaz de reconocerlo, había ido naciendo en ella una necesidad inexplicable de saber también cuantos botones había en el estuche, sin entender porqué. Así llegaron a seiscientos cuarenta. María preguntó :”-más diez?-“ Y la abuela respondió: “- seiscientos cincuenta-”. Y María volvió a preguntar: “-pero abuela, cúantos eran los que teníamos, seiscientos cincuenta o seiscientos cuarenta?- “. “-Ay, chica, pues no sé, ahora ya no lo sé. No me líes con estas cosa-“ dijo la buela. Y María insistió: “-pero, es que es importante. Cúantos llevábamos?-“. La abuela dudaba porque María se empeñaba en hacerla dudar. De repente, entre el griterío de las cifras, que si era una cosa o era otra, María cojió el estuche, le dio la vuelta y desparramó los botones por la mesa mientras, riéndose a carcajadas, le decía: “-Abuela, hay que empezar de nuevo!-”. La abuela, de golpe, se levantó de la silla, le quitó a María el estuche de las manos y empezó a meter a manojos los botones dentro. Se paró, miró a María, y emepezó a reirse. “-Ja,ja,ja! Mira que ya me la habeis hecho buena! Jajajajaja!-”.

Para María existían varios tipos de “cosas”: Las cosas que no tenían sentido ni pinta de llegarlo a tener nunca y las cosas que con el paso del tiempo iban atrapando el dichoso sentido. Así que, por fin, guardar los botones en un estuche ochentero de dos asas, había cobrado significado para María: contar botones evitaba que las abuelas fregaran los platos, se rieran un rato y disfrutaran de los sábados de lluvía por la tarde.