Un ratito en el deslugar (10)

Aquella tarde había osurecido muy pronto y aquel año había pasado demasiado rápido…otra cena navideña. Ésta formaba parte de ese tipo de reuniones que durante las fiestas se suceden sin parar para celebrar no sé sabe muy bien el que: una despedida de alguien que se va, un encuentro de los que se quedan… A diferencia de la mayoría de retaurantes alemanes y quizá por no serlo, el volumen sonoro del local era altísimo. Se unieron varías mesas de maderas y luego una camarera que pronunciaba constantemente “grachie” intentando darle un toque más exótico al lugar, las cubrió con unos manteles de cuadritos azules. Llegó el momento de ocupar las sillas. Momento complicado, importante: los asistentes tampoco se conocían tanto y a María, la idea de tener que aguantar durante toda una cena a alguien con el que se supone no tenía nada que decise, no le resultaba demasiado agradable. María, aunque seguía sin creer en Dios, le pidió no tener la suerte de sentarse cerca de la única persona que tras haberla encontrado en alguna otra reunión parecida, le producía una extraña sensación y le hacía pensar que era un completo gilipollas. Pero, como Dios no existía o si existía no le hacía ni puñetero caso, justo le tocó enfrente. Menuda cenita le esperaba, pensó. Las pizzas, las botellas de vino y el aceite picante fueron depositandose lentamente sobre los cuadritos del mantel mientras se confundían con todos los idiomas que aquel grupo de personas era capaz de hablar para poder llegar a algún tipo de comunicación. María compartió algún cigarrillo con el tipo de enfrente pero él parecía más interesado en darle conversación a la chica de al lado, cosa que a María no le importó en absoluto. Acabó la cena y llegó la hora de pagar y de irse a otro lugar para acabar la noche. Algunos no continuaron con el plan establecido: debían hacer las maletas para regresar a sus hogares a celebrar la Navidad en toda regla. Los supervivientes se dirigieron a un bar no muy lejos de la pizzería. No muy lejos no implicaba que los cinco minutos que separaban un lugar del otro no tuvieran que aguantar un frío capaz de traspasar en segundos todas las capas de ropa que se habían colocado. En el bar, María entabló conversación con una serbía que había cambiado su cuidad por Berlín. Era extraño, como si la coconiera de toda la vida. Había algo en ella que le hacía pensar que era la versión balcánica de ella misma. La vida seguramente le había hecho endurecerse de manera más rápida de lo habitual pero conservaba un increible sentido del humor y desbordaba creatividad sin ningún tipo de vergüenza. Al rato, María cambió de taburete y se sentó conscientemente frente al tipo que horas antes creía no poder soportar. La Navidad tiene este tipo de cosas, mágicas, que no se epueden explicar , bueno… la Navidad o quizá la vida. Empezaron hablando de unos cubitos de plástico que se encendían al introducirlos en agua. Continuaron hablando de política y acabaron hablando de ellos mismos. María, siguiendo sin saber porqué, se atrevió a decirle que no sabía que era lo que le hacía creer que él no era un buen tipo. Lo extraño fue que aquella persona pensaba igual sobre si misma. María decubrió en él una devilidad, un instante de sinceridad infinita. Se encontró cara a cara con un ser que creía no ser bueno pero que el no serlo formaba parte de él mismo. Sabía que los demás lo notaban y para protegerse se había construido una cabaña a base de palitos de orgullo y prepotencia. Acabaron de beberse la cerveza juntos y aquella persona a la que horas antes no podía sufrir acabó invitando a María a su fiesta de fin de año. María regresó a su casa, ahora en Berlín…