Historias de carton (17)


Intimidad cotidiana
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Me obsesiona lo cotidiano. No, me obsesionan las intimidades cotidianas. Bueno, no sé, en realidad no estoy muy segura de cómo llamar a eso que me obsesiona, a eso que me interesa desmesuradamente. Me he dado cuenta de que tengo cierta tendencia a preguntar a la gente que me rodea sobre las cosas que suelen hacer cuando estan completamente solos. Las respuestas me sorprenden aunque, depende de quien, no siempre son totalmente sinceras ni reales. Hay una pregunta a la que le tengo especial afición y es a la de saber qué comen en casa cuando no hay nadie más. ¿Y para qué quiero saber yo eso? Ufff… Pienso que existe una parte de nosotros que no podemos compartir absolutamente con nadie, es igual que vivas con la familia, con la pareja, con amigos, incluso con un gato…hay momentos de una soledad inconsciente que me resultan tremendamente interesantes quizá porque sólo son posibles estando a solas con uno mismo y de los que no se suele hablar nunca, ni darles demasiada importancia. Ese momento en el que medio borracho entras finalmente en el lavabo del bar después de hacer media hora de cola, ese momento en el que te depilas en el gimnasio antes de colocarte el bañador, ese momento en el que te fumas un cigarro justo cuando te acabas de levantar, ese momento en el que te revientas un grano frente al espejo del baño de casa de tu suegra, ese momento de silencio después de masturbarte, ese momento en el que te subes al coche después de acompañar a un amigo al aeropuerto, ese momento en el que te da por saco ponerte a cocinar y empiezas a engullir cualquier cosa que aparezca en la despensa de tu cocina. Y… como me acaba de decir un amigo, resulta que El Quijote, Ulisses y Crónica de una muerte anunciada ya se han escrito y que le vamos a hacer? Yo no lo sé. Me preguntan como estoy y tampoco lo sé. Me preguntan qué siento y tampoco lo sé y… en ese no saber nada, en ese caos laboral y falsa borrachera que no me hace olvidar absolutamente nada, sigo preguntando a la gente que suelen comer cuando estan solos. Y toda esta pájara ha surgido porque hoy, mientras hacía fotos, cosa con la que disfruto muchísimo, sin querer, se me ha disparado la cámara y he visto un trocito de mi propia intimidad cotidiana, esa sobre la que yo misma nunca me suelo preguntar nada.

Historias de cartón (15)

“Memorias perdidas
de siglos que descansan
al fondo hasta que llega el alba
secretos perdidos
almas duras y cobre
abajo la mar está la llave ¡¡Perdía!!
Ande está la calle del recuerdo y el olvido
Sendas y vereas que llevan a un mismo río
Ande está la muerte
Ande va ese rio.”


Memorias perdías
“Bari”
Ojos de Brujo


Y después de estar trabajando veiticuatro horas me quedan sólo fuerzas para vomitar algunas palabras que quizá no tengan ningún sentido y transcribir letras de canciones que, pese al cansancio, me van susurrando en el cerebro que todo sigue bien. He estado inventando casas para personajes que no existen y así pierdo el tiempo… y así paso el rato… y así todo sigue. A veces, al caminar sobre la cuerda, no se qué recuerdo ni tampoco lo que olvido. Ahora no sé nada. ¡Ésto no es lo que quería escribir! Yo quería escribir sobre una vieja que esta mañana, mientras hacía maniobras con el camión, he visto apoyada en una pared y que, absorviendo los primeros rayos de sol, disfrutaba de la imagen de una ciudad que todavía parecía no haber despertado. La vieja se ha quedado quietísima en el mismo lugar y yo la he seguido espiando por el retrovisor mientras me alejaba. Y al irme y desaparecer la he subido al asiento del copiloto y ya en mi cabeza le he preguntado si cada mañana, antes de salir el sol, iba a esperarlo desde el mismo sitio. Ella me ha dicho que sí y que ha olvidado el tiempo que llevaba haciéndolo pero que, al fin y al cabo, qué importancia tiene el tiempo. Esta es la maleta que me llevo para el viaje del sueño que empezaré en breve, en sólo unos segundos, justo unos pocos después de haberme tirado de cabeza a la isla donde duermo, a la cama a la que por razones totalmente absurdas, hace unos días, le he puesto de nombre Islandia.

Historias de cartón (14)


La caja
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A veces, cuando María cerraba los ojos, podía ver paisajes con cielos muy blancos, flores muy rojas y verdes muy verdes. Cuando los abría, esos paisajes siempre desaparecían pero si echaba a andar, empezaban a retumbabar en su cabeza destellos de colores. El viernes había estado cargando de cajas de madera el “Castillo”. Castillo era un camión enormemente grande, con techo de lona y suelo de madera, el nombre no se debía únicamente a sus dimensiones sino a que dentro de él todavía sucedían historias que parecían pertenecer a otros tiempos, historias con gnomos calvos y princesas tuertas, historias imprevisibles. Castillo esperaba pacientemente en el descampado de una nave de viejos muebles rotos mientras se llenaba de cosas absurdas a las que nadie hubiera dado utilidad de no ser por las ansias de algunos directores artísticos por llenar espacios vacíos. Y Castillo esperó y María abrió los ojos y sintió los destellos. Dio tres pasos hacía delante y dos hacia atrás y fue entonces cuando descubrió un campo lleno de alcachofas, frutos importados directamente de otro planeta. Se detuvo a observarlo para poder recordar aquellas formas.

María volará quince semanas de un lugar a otro y muchas veces ese vuelo no tendrá ningún sentido así que será perfecto si puede ir almacenando recuerdos que le permitan, al recuperarlos, pensar que existe un mundo bellísimo fuera de ella y un deslugar dentro, igual de bello , a los que sin saber todavía porqué empieza a amar.

Historias de cartón (13)

Esta tarde he llamado por teléfono a mi abuela. Le he preguntado si se había enterado de lo del Papa y me ha dicho que sí, que llevaba toda la mañana con la tele puesta escuchando los rezos y encendiendo velas. Y ha insistido en decirme que ella gastaba mucho en velas y que al fin y al cabo era mejor gastar en velas que en vino. A mi me gusta planterale situaciones extrañas a mi abuela porque siempre me sorprende con sus comentarios y porque ella nunca se sorprende con mis situaciones, será cosa de edades. Mientras me explicaba con detalle como encendía una vela tras otra, a mi me ha dado por preguntarle si el Papa la había llamado para decirle que se iba a morir. Otra persona hubiera pensado que mi pregunta era totalmente absurda pero mi abuela se ha limitado a contestarme que no, que cómo iba el Papa a llamarla, a llamar a nadie, que cuando estás a punto de morirte sólo piensas en llamar a Dios. A mi, seguramente por muchas razones, me importa muy poco la muerte del Papa, las Iglesia Católica y cualquier tipo de religión pero cuando de vez en cuando escucho a mi abuela pienso que tampoco debe estar tan mal eso de morirte y tener un número de teléfono que marcar para poder avisar a alguién de que estás a punto de ir a visitarle.

Historias de cartón (12)

Durante una temporada estuvo trabajando en una empresa que fabricaba piezas para motores de coches. Me explicó que se colocaba de pie frente a una especie de mesa de trabajo donde depositaba un trozo de metal prefectamente redondo. Su misión era, una vez situada la pieza, presionar un botón que hacía descender un enorme cilindro tonélico que al bajar daba forma con todo su peso y toda su fuerza al circúlo, convirtíendolo así en un cuenco. Para poder accionar la máquina debía antes atar sus manos a unas manillas que impedían que éstas fueran aplastadas por el monstruo. Era imposible recolocar la pieza después de tocar el botón. Esta manera de funcionar era más que nada una medida de seguridad laboral. Y yo le pregunté que si sabía los efectos que le podía causar el que cayera el cilindro sobre sus manos qué era lo que le conducía, una vez colocada la pieza sobre la mesa, intentar volverla a tocar. Y contestó que el desplazamiento mínimo de la pieza hacía que su forma no fuera perfecta y que el cuenco no sirviera para nada. Que durante las primeras semanas que había estado trabajando con aquella máquina lo más importante habían sido sus manos y salir cada día con los diez dedos en su sitio. Pero que a medida que había ido pasando el tiempo, tras horas y horas de concentración en la prefecciónn de unas formas sencillas, lo más importante habían empezado a a ser las piezas. Inconscientemente hubiera vuelto a situar más de un cículo metálico olvidándose entonces de los efectos que tendría este acto casi reflejo. Después de escuchar esta historia empecé a persar de qué manera podría crear unas manillas que ataran mis manos para no quedarme aplastada bajo un cilindro de dimensiones desconocidas. Tengo la sensación de que cualquier día de estos me quedo sin dedos porque creo que lo más importante también empieza a ser la pieza perfecta.

Historias de cartón (11)


Ya
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Soy un momento.