Las horas del manubrio (9)


Me gustaría vivir en una ciudad donde las mujeres pudieran seguir saliendo a los balcones a tomar la fresca en primavera. Me gustaría tanto como poder ir los domingos por la mañana a la playa a contar olas, no a jugar con la arena, no a ver pájaros muertos flotando en el agua, no: sólo a contar olas. Perdida entre los números me dejaría perder también entre las palabras hasta darme cuenta de que sigo siendo tan ignorante como lo era ayer y, muy probablemente, como lo seguiré siendo mañana. Quizá exista un nombre para cada instante del proceso de una ola. Yo no sé ninguno. Sólo sé que miro el mar y de repente, casi sin tener tiempo para anticiparme a ellas, veo como emergen desde lo inmenso, se contonean, se transforman en espuma y mueren bajo mis pies en la orilla…una tras otra…siempre con el mismo paso de baile y todas tan diferentes. Una, dos tres, cuatro,…el próximo fin de semana volveré a la playa…veintisiete, veintiocho, veintinueve… ¡Qué difícil es escribir la decena de los veintes! Quinientas una, quinientas dos, quinientas tres…hay sólo un momento en el que las olas son transparentes. No son del azul del reflejo del cielo como cuando nacen, ni blancas como cuando mueren: son un segundo sin color. Y que absurdo me parece todo cuando pienso, justo entonces, que si no fuera por lo que un segundo antes han sido y por lo que un segundo después serán, esa transparencia no me dejaría ver una minúscula maravilla del mundo.

Las horas del manubrio (8)