El encanto de la ballena (7)

Ayer por la noche, mientras Kevin Johansen cantaba “¿Quieres que te diga lo que quieres escuchar o vas a escuchar lo que te quiero decir?”, me enamoré de una mujer que daba besos en el aire. Estaba de pié, moviendo su falda verde al ritmo de la música, cubriendo sus ojos con un enorme flequillo, aguantando su inseguridad con las manos, con las mismas que sostenía el vaso de cerveza y el cigarrillo. A contratiempo sorbía y fumaba y yo… me iba enamorando. Cada vez más. Dejé que siguiera haciéndolo sin que se diera cuenta y al finalizar el concierto me acerqué a ella.

Ayer por la noche, mientras Kevin Johansen cantaba “¿Quieres que te diga lo que quieres escuchar o vas a escuchar lo que te quiero decir?”, topé mi mirada con la de un desconocido. Camisetas de colores, dos camisas y una chaqueta. Todo al mismo tiempo cubría un cuerpo que se intentaba esconder entre la gente pero… sus ojos lo atravesaban todo, por eso le descubrí. Cuando acabó el concierto se acercó a mi.

Ayer por la noche, cuando Kevin Johansen dejó de tocar, dos personas se encontraron. Él le dijo a ella: “¿Nos conocemos?” Ella no pudo contestarle: “Sí. Soy la amante de tu mejor amigo”. Se intercambiaron los teléfonos. Ella lo abrazó al despedirse, intentando que entendiera que aquel abrazo era para otro. Él prometió llamarla o enviarle un mensaje… mantener el contacto y…lo hizo. A la mañana siguiente, mientras volvían a sonar el el reproductor de música todas las canciones que había escuchado la noche anterior, ella encontró dos llamadas perdidas y la frase escrita de aquel desconocido. Quiso que todo aquello procediera de otra persona, que hubiera sido esa otra quien le hubiera puesto el apodo de la mujer de sal en honor al local en el que todos se vieron por primera vez…Quiso tantas otras cosas…

Han pasado siete años después de este encuentro. En una emisora de barrio suena la canción de la mujer de sal que daba besos en el aire. Han pasado siete años y sentados en la mesa del bar donde cada mañana toman el desayuno él le dice a ella: “Aunque hoy no hayas tenido tiempo de lavarte la cara, sigues estando preciosa”. Ella le devuelve las palabras en forma de sonrisa mientras no puede evitar sentir una enorme tristeza entre las piernas.

El encanto de la ballena (6)

Cada cierto tiempo, desde hacía ya casi dos años, su madre le regalaba un par de calcetines. Siempre eran iguales: verdes, con rayas horizontales en varios tonos del mismo color. No eran especialmente calientes, ni suaves, ni bonitos, pero...con el paso de los días, habían conseguido sustituir a la manada de puntos negros que desde que decidió comprarse todos los calcetines iguales para no confundirlos por las mañanas y para no tener que perder tiempo en emparejarlos, habían ido conquistando el espacio de ropa mojada. Ahora agradecía ese regalo a largo plazo de su madre, ese verde pincelando un pequeño recodo de otoño en el tendedor de su terraza.

El encanto de la ballena (5)

Durante el día veía fotografias, tantas, que pensó se había convertido en una cámara de esas de usar y tirar. Admiraba películas que nunca haría y leía libros que nunca escribiría pero el día pasaba y entretenida en todo eso no se acordaba de que tres semanas antes había decidido amar, pese al dolor, pese a la locura… Y lo dominaba todo y repartía sonrisas a bocajarro y se quedaba sola y sin nada. Eran las ilusiones que inventaba sin cesar las que la mantenían de pie, un paso primero, un pasito después. Pero al llegar la noche las ilusiones se escondían entre los muelles del colchon y se quedaban dormidas y ella empezaba a soñar. En ese falso letargo aparecían como leones realidades inventandas que aprendía a sentir. Allí, en ese tiempo y en ese lugar indefinidos, se enfrentaba a lo que más deseaba y a lo que más temía. Esta noche se ha encontrado con la persona amada, con la vida probable, con el dolor evidente…ahora despierta recuerda lo que ha sentido como el sabor de un vino aferrrado a su paladar y del que no puede deshacerse.


“Todo el mundo es contra mí
y yo contra el mundo entero.
“Déjame subir al carro carretero,
ay! Dejáme subir al carro que me muero.”


Cantigueiras. Carlos Núñez/Chiradela