Un ratito en el deslugar (25)

. Una abuela vivía en una casa sola, sola. Un día, que parecía igual que el anterior, recibió una postal navideña envuelta en un sobre dorado. Lo abrió con delicadeza. Al cabo de varias horas de mucho cabilar llamó a su hija y le dijo: “Carmen, acabo de recibir una postal y no se dónde ponerla”. La hija, aquella misma tarde, acudió a visitar a su madre. La encontró sentada en el sofá de flores y cojines estampados con campiñas inglesas sosteniendo entre sus manos la postal. Se dieron un beso, algo precipitado, pero un beso. La hija se sentó junto a su madre, en ese sofá donde hacía años ya que los nietos habían dejado de pelearse por obtener el mando de la tele, donde tampoco ya ningún yerno dormia la siesta, donde las visitas, como las postales, escaseaban . La abuela miró la tele apagada, el mueble lleno de figuritas, recuerdo de pueblos olvidados, el sobre de la chimenea falsa en la que nunca había podido arder ningún leño que diera calor al hogar, pero que cada Navidad albergaba cariñosamente el belén. Miró incluso al pájaro dentro de la jaula, compañero fiel, compañero encerrado. La hija miraba a su madre respetando su silencio. El tiempo las había enseñado a reconocerse los pensamientos, sencillos, simples y honestos. Ambas quedaron atrapadas en la belleza que suponía descubrir el lugar más adecuado para aquel trozo de cartulina doblada. Sin mirar a la hija y absorbida aún por el dilema, la abuela, que continuaba apretando con las arrugas de sus manos la postal, suspiró y dijo sin esperar ningún comentario: “si es que… según donde la ponga, las estrellitas brillan más”. Así discurría aquella tarde. Finalmente se levantaron y ambas recorrieron el pasillo hasta llegar al recibidor. La abuela colocó la postal sobre el mueble de la entrada, al lado de un pequeño árbol de plástico de miniatura, que días antes, como el belén, la abuela se había entretenido en decorar sin prisa, con los adornos que el tiempo había ido haciendo tan sabios como a ella. Regresaron al sofá, orgullosas de su decisión. Al instante de sentarse la abuela, en un salto repingón, se volvió a levantar y sin girarse a mirar a su hija se dirigió a toda prisa de nuevo hacía el recibidor mientras le decía: “Pero Carmen, si no te la he leído y ésta tiene las letras grandes”. Así oscureció la tarde en aquella casa, leyendo una postal que venía de una ciudad lejana, era igual de cúal, pero que tenía las letras muy grandes.