El delito comun (2)

Hacía dos días que había llegado a casa pero aún no había tenido tiempo para traspasar la frontera de los dos pequeños escalones embaldosados y disfrutar de los cambios que se habían producido en la terraza durante su ausencia. Pero cada semana tenía su domingo, y cada domingo su terraza, su balcón, su ventana, su periódico o su partida de petanca. Así que aquella mañana se acercó al limonero, quien la miró con la honestidad de quien no tiene la opción de no serlo y le regaló su nueva forma y la belleza de cada unos de los frutos que colgaban de él. El verde maduraba al amarillo, sin brusquedad, mostrando la progresión lenta y natural de una mutación. Ella no pudo evitar perderse entre las ramas para así acariciar la piel de los limones y sobrepesarlos, también, en las palmas de sus manos, suavemente, para no despertarlos. Cuando finalizó su pequeño viaje en la copa del limonero se fijó en la aloe que , abierta con cinco mil brazos hacia el cielo, protegía a dos nuevos segmentos de su cuerpo, a dos nuevas partes de ella misma de las cuales sabía que debería desprenderse, separarse, para que pudieran sobrevivir. Todo parecía seguir su curso. Mientras reseguía en zigzag las lineas del terracota, de planta en planta, se preguntó si quizás ellas, mientras eran observadas también la observaban a ella. Si notarían su cambio de color, su mutación, su nueva forma, su también lento progreso carente ahora de importancia de hacía qué o hacía dónde, siendo sólo algo vivo que se movía. Y todo esto ocurrió el mismo día en el que ella leyó en un periódico, junto a las esquelas, el anuncio de “El parc de les roques blanques. Un cementerio único: olivos, pinos, cipreses, magnolios, césped, arbustos, y flores.” De que servía todas esa belleza, si allí, los muertos, no podían saborearla. Y se acordó de cada seis de enero, cuando junto a su familia solía visitar, las tumbas de sus antepasados. Aquellos edificios de nichos, con flores secas, frases imposibles, cristales sucios y olvidados. Entendió que siempre, incluso ahora, tuviera miedo a ese lugar y es que la muerte no estaba enterrada, estaba flotando entre bloque y bloque por todas partes, persiguiendo a la niña que era. Se imaginó que diferentes hubieran sido esos días y ahora su recuerdo, de no haber visitado aquel lugar tan espantoso y alejado de lo humano. Si cada año, sus padres la hubieran llevado a la montaña, al mar, a un río, a un prado, no sé, al parque si hubiera hecho falta, y allí, en medio de lo que aún siguía vivo, hubieran recordado a los que estaban muertos. Si en lugar de utilizar dos horas limpiando los cristales de la suciedad del tiempo, hubieran desempolvado las historias y las vidas de sus antepasados, siendo ésta quizá la única manera de resucitarlos, de hacerlos vivos otra vez. De ayudarla a entender que nos morimos y que todos pasa y todo sigue, que todo se para y todo se mueve, como el viento en la montaña, como la espuma en el mar, como el agua en el rio, como las amapolas en el prado, como los columpios en el parque.