Un ratito en el deslugar (32)

Señoras y señores:
Me complace comunicarles que tras varios años de intenso trabajo finalmente he conseguido descubrir el lugar exacto, el tiempo necesario y el procedimiento perfecto para encontrar uno de nuestros más preciados y humanos caprichos. Me enorgullece poder afirmar que he localizado un pedacito de felicidad en una redondísima tortilla de patatas. A continuación, y si ustedes y su tiempo me lo permiten, les relateré el proceso que me ha conducido a tan sublime hallazgo:

Era un miércoles por la tarde, es decir un día entre el martes y el jueves, después de la mañana y antes de la noche. Un miércoles completamente normal, entero, casi aburrido. Me había despertado tarde, como suelo hacer desde que curo mi insomnio durmiendo hasta el mediodía. Había finalizado con todas aquellas tareas rutinarias que me hacen sentir un poco persona como ducharme, recoger los platos de la cena del día anterior y beberme un café. Estaba sola en casa. Mientras liaba un cigarrillo caí en la cuenta de que precisamente aquel era el miércoles en el que mis compañeros de piso empezaban sus clases de español. Se me ocurrió que quizá sería una buena idea celebrar dicho evento comprando una botella de vino y preparando una cena al más convencional estilo ibérico. En el proceso de elavoración de una idea, como ustedes serán capaces de comprender, siempre hay un instante de duda. Mientras en el supermercado elegía los mejores tomates y valoraba la cantidad exacta de patatas biológicas, me asaltó el pensamiento de que yo era una pésima cocinera y que más valdría la pena bajar al döner de la esquina. Pero me armé de valor y pensé que si la tortilla acababa siendo un completo desastre siempre podríamos emborracharnos para olvidar. Llegamos a casa las patatas, las cebollas, los tomates, el queso, el pan, el vino y yo. Todo estaba listo. Puse un poco de música y empecé mi labor, sin prisa. Pelaba las patatas y las colocaba en un bol con agua. En un instante me convertí en un joven recordando la última noche que pasó con su novia y contando los días que le faltaban para acabar el servicio militar (supongo que aunque no sea verad siempre he tenido la imagen de un jovenzuelo vestido de verde, con la gorra y la escoepta apolladas en la silla, mirando al infinito y pelando patatas como castigo a una pequeña insumisión). Luego me dió por pensar la cantidad de personas que en el mundo pelaban patatas y que mientras lo hacían, en qué deberían estar pensando. Más tarde me transformé en un cuarentón prepararando “el pote”: un mejunje a base de carne y pimentón y como no, patatas, que se suele hacer durante la noche en las fiestas de verano de mi pueblo, donde cocinar es sólo una excusa para pasar un buen rato con los amigos. Más tarde pensé qué narices iba a hacer con mi vida en cuanto regresara a Barcelona. Luego, que a ver si me daba un poco de prisa que los invitados estaban a punto de llegar y yo todavía estaba pelando patatas. Así que me apresuré y procedí a cortar a trocitos la cebolla. Y allí apareció Peret: él con sus lágrimas en la arena y yo con las mías encima de la tabla de madera. Y me dio por pensar cuantas mujeres habían aliviado sus penas cortando cebolla. Resulta tan dificil llorar a veces sin que nadie te pregunte porqué lo haces…pero la cebolla te permite la libertad de esconderte, de desahogarte sin necesidad de explicaciones, incluso de llorar por llorar. Al fin y al cabo, quien más quien menos, siempre tiene una pequeña historia a la que homenajear con una gota de agua salada y las cebollas quizá existan para regalarnos el placer de hacerlo sin más. El aceite, ya caliente, me preguntó cuanto tiempo iba a tardar en verterle todo los cachitos que había ido preparado. Así que decidí no hacerle esperar más y en un segundó le arrojé las patatas y la cebolla, bajé el fuego y a batir huevos. Ese fue uno de los momentos más divertidos, más alegres porque… se te olvidan las lás penas, las lágrimas y las historias absurdas. Intenté seguir el ritmo de la música que aún seguía sonando y acabé la escena con un poco de sal, asumiendo la incerteza de si finalmente la tortilla quedaría sosa o salada. Al rato, los colores del otoño aparecieron en la sarten, signo inequívoco de que todo estaba listo. Vertí el contenido en “la fuente los ocho huevos” y dejé reposar la mezcla. Y ya lo dicen, y es bien cierto, que después de la tormenta siempre llega la calma, así que un cigarrito y a esperar. Pero, y también es cierto, las tormentas siempre vuelven: oí el ruido de las llaves en la cerradura de la puerta, mis compañeros ya estaban aquí. Nada más verme se les ocurrió decirme que venían con hambre. Drama absoluto: la cena por hacer, la cocina hecha un desatre y aún quedaba lo peor que era darle la forma final a la idea que había estado gestando toda la tarde. Les entretuve con los preparativos de la mesa y con el descorchamiento del vino. Me dirigí de nuevo a la sartén, calenté el aceite y desposité mi suerte. No había manera de echarme atrás: o todo aquello salía redondo o yo me retiraba para siempre del maravilloso mundo de los fogones. Se acercaba lentamente el gran momento, aquel por el que he pensado muchas veces que una tortilla de patatas adquiere un instante de gloria: darle la vuelta. Cojí un plato bien grande, cubrí la sartén y …zas! No me negarán que no es un acto increible: todo gira y todo sigue igual. Y de nuevo…la calma.
Nos sentamos en la mesa para finalmente poder probar la enorme tortilla y fue en ese momento que caí en la cuenta que estábamos degustando un cachito de felicidad. Allí estaba, en todo su explendor, ella, que había permanecido oculta toda la tarde y que ahora no sentía ninguna vergüenza en mostrarse al mundo. Y pensé, como me pasa ultimamente sin saber porqué, en mi abuela, que como cada uno de ustedes creerá de la suya, es la persona que hace las mejores tortillas del planeta. Vislumbré entonces el enorme camino que se hayaba frente a mi. Descubrí así que tenía aproximadamente unos setenta años por delante para llegar a conseguir que mis tortillas, como las de mi abuela, fueran perfectas, que mi felicidad fuera increiblemente redonda.

Señoras y señores: no alargaré más la historia de mi descubrimiento. Así es cómo ocurrió o cómo lo he inventado, da lo mismo. Les he hecho entrega de una tarde. En sus manos esté quizá ahora la posibilidad de disfrutar comiendo una buena tortilla de patatas.

Miércoles, 12 de Enero del 2005. Friedrichshain, Berlin.