Crónica de un garbanzo (16)
El árbol de la costumbre
Para mi padre Pedro la familia fue una carga dura de soportar en vida pero, al igual que yo, desconocía que el verdadero peso lo deberíamos soportar una vez muertos. Yo llegué a la tumba tres años después que mi padre. Al principio me sorprendió reencontrarme con aquel señor alto, flaco, más cadavérico que nunca, naturalmente, pero ahora con las ropas de fino hilo raídas por la humedad y las lombrices. El día de mi entierro no pronunció palabra, se limitó a emitir gruñidos que yo no comprendía mientras depositaban mi cuerpo recién embalsamado y con regusto a éter encima de los restos del suyo. Recuerdo que mi padre no gastó ni un segundo en darme explicaciones que aliviaran mi desconcierto. Me hubiera bastado incluso escuchar alguna de aquellas quejas desproporcionadas e insoportables, siempre arbitrarías y desmesuradamente caprichosas, con las que nos creyó educar a mi y al resto de mis hermanos durante el tiempo que vivimos en la casa del pueblo. Pero no dijo nada hasta el quinto día y el quinto día dijo: “Andrés: pesas.”
Conforme pasaba el tiempo ambos empezamos a acostumbrarnos a conmorir en aquel agujero, con la seguridad aplastante de que después de aquello no habría nada más ni otro sitio al que ir. Por aquel entonces yo todavía era demasiado ingenuo. Me parecía que de nada habían servido las horas de misa con el cura de sotana negra todos y cada uno de los domingos en la iglesia. De haber sabido que lo que nos esperaba después de vivir la vida era morir la muerte quizá mi padre y yo nos hubiéramos emborrachado en el bar aquellos domingos por la mañana viendo pasar mujeres bonitas en lugar de haber estado escuchando las monsergas que describían las maravillas del cielo. Pero mi padre y yo nunca hablábamos de esas cosas. Él conservaba en la tumba aquel orgullo de padre distante y despótico que a mí siempre me había sacado de quicio y que ahora creía debería aguantar eternamente.
Cada sábado, por las tardes, oíamos a través de la tierra como unos pasos cortos y pizpiretas se acercaban hasta nuestra tumba. Después de aquellos sonidos siempre nos envolvía un aroma de flor fresca, recién cortada, del que nosotros dos nos intentábamos contagiar para paliar el olor de nuestra descomposición. Sabíamos que era Margarita, mi hermana mayor. Ella había sido la única persona capaz de cuidar de la casa durante los periodos en los que nuestro padre desaparecía para amansar en la ciudad sus deseos de caricia de mujer. Ahora, ya muertos, también ella era la única capaz mantener limpia la placa de granito con la inscripción de Familia Hurtado y como no, de llorar por nuestra ausencia.
Uno de esos sábados, mientras mi padre y yo aguardábamos la llegada de Margarita, nos sorprendió, de repente, un ruido insoportable que hizo temblar a la tierra y a los muertos. Conforme el sonido aumentaba y mientras los vestigios de nuestros huesos hacían malabares para mantener el equilibrio, comprendimos que el sonido era el de dos palas socavando un agujero justo al lado del nuestro. Empezó a pesar el suelo y el sollozo de viejas enlutadas acabó por ensordecer nuestros oídos. Mi padre parecía no inmutarse, como si todo aquello fuera lo más normal de mundo pero, bajo mi asombro, aquella noche exhaló la única frase en dulce que jamás le oí pronunciar. Después de tantos días, muertos, mi padre me enseñó que allí abajo, enterrados, aún había lugar para las cosas de los vivos. A medida que se apaciguó el murmullo sobre la tierra y el cementerio volvió a la calma, descubrimos que nuestra vieja vecina Nicanora, con la habíamos mantenido en vida una heredada guerra por la posesión de unos terrenos a las afueras del pueblo, era ahora de nuevo nuestra vecina. Yo solo podía reír, reír a carcajadas. Cuando hubo desaparecido mi risa y antes de que el llanto de Nicanora a nuestro lado nos dejara dormidos mi padre me dijo: “Andrés, quizá algún día regrese tu madre”. Aquella noche dormí profundamente y soñé con todas las mujeres bonitas del pueblo y deseé que pronto fuera sábado para escuchar a Margarita y también aquella misma noche imaginé el sueño de mi padre y pensé que quizá fuera parco en palabras por ser desmesurado en esperanzas.
Para mi padre Pedro la familia fue una carga dura de soportar en vida pero, al igual que yo, desconocía que el verdadero peso lo deberíamos soportar una vez muertos. Yo llegué a la tumba tres años después que mi padre. Al principio me sorprendió reencontrarme con aquel señor alto, flaco, más cadavérico que nunca, naturalmente, pero ahora con las ropas de fino hilo raídas por la humedad y las lombrices. El día de mi entierro no pronunció palabra, se limitó a emitir gruñidos que yo no comprendía mientras depositaban mi cuerpo recién embalsamado y con regusto a éter encima de los restos del suyo. Recuerdo que mi padre no gastó ni un segundo en darme explicaciones que aliviaran mi desconcierto. Me hubiera bastado incluso escuchar alguna de aquellas quejas desproporcionadas e insoportables, siempre arbitrarías y desmesuradamente caprichosas, con las que nos creyó educar a mi y al resto de mis hermanos durante el tiempo que vivimos en la casa del pueblo. Pero no dijo nada hasta el quinto día y el quinto día dijo: “Andrés: pesas.”
Conforme pasaba el tiempo ambos empezamos a acostumbrarnos a conmorir en aquel agujero, con la seguridad aplastante de que después de aquello no habría nada más ni otro sitio al que ir. Por aquel entonces yo todavía era demasiado ingenuo. Me parecía que de nada habían servido las horas de misa con el cura de sotana negra todos y cada uno de los domingos en la iglesia. De haber sabido que lo que nos esperaba después de vivir la vida era morir la muerte quizá mi padre y yo nos hubiéramos emborrachado en el bar aquellos domingos por la mañana viendo pasar mujeres bonitas en lugar de haber estado escuchando las monsergas que describían las maravillas del cielo. Pero mi padre y yo nunca hablábamos de esas cosas. Él conservaba en la tumba aquel orgullo de padre distante y despótico que a mí siempre me había sacado de quicio y que ahora creía debería aguantar eternamente.
Cada sábado, por las tardes, oíamos a través de la tierra como unos pasos cortos y pizpiretas se acercaban hasta nuestra tumba. Después de aquellos sonidos siempre nos envolvía un aroma de flor fresca, recién cortada, del que nosotros dos nos intentábamos contagiar para paliar el olor de nuestra descomposición. Sabíamos que era Margarita, mi hermana mayor. Ella había sido la única persona capaz de cuidar de la casa durante los periodos en los que nuestro padre desaparecía para amansar en la ciudad sus deseos de caricia de mujer. Ahora, ya muertos, también ella era la única capaz mantener limpia la placa de granito con la inscripción de Familia Hurtado y como no, de llorar por nuestra ausencia.
Uno de esos sábados, mientras mi padre y yo aguardábamos la llegada de Margarita, nos sorprendió, de repente, un ruido insoportable que hizo temblar a la tierra y a los muertos. Conforme el sonido aumentaba y mientras los vestigios de nuestros huesos hacían malabares para mantener el equilibrio, comprendimos que el sonido era el de dos palas socavando un agujero justo al lado del nuestro. Empezó a pesar el suelo y el sollozo de viejas enlutadas acabó por ensordecer nuestros oídos. Mi padre parecía no inmutarse, como si todo aquello fuera lo más normal de mundo pero, bajo mi asombro, aquella noche exhaló la única frase en dulce que jamás le oí pronunciar. Después de tantos días, muertos, mi padre me enseñó que allí abajo, enterrados, aún había lugar para las cosas de los vivos. A medida que se apaciguó el murmullo sobre la tierra y el cementerio volvió a la calma, descubrimos que nuestra vieja vecina Nicanora, con la habíamos mantenido en vida una heredada guerra por la posesión de unos terrenos a las afueras del pueblo, era ahora de nuevo nuestra vecina. Yo solo podía reír, reír a carcajadas. Cuando hubo desaparecido mi risa y antes de que el llanto de Nicanora a nuestro lado nos dejara dormidos mi padre me dijo: “Andrés, quizá algún día regrese tu madre”. Aquella noche dormí profundamente y soñé con todas las mujeres bonitas del pueblo y deseé que pronto fuera sábado para escuchar a Margarita y también aquella misma noche imaginé el sueño de mi padre y pensé que quizá fuera parco en palabras por ser desmesurado en esperanzas.