Crónica de un garbanzo (11)

Ernesto

Normalmente no noto su presencia, será quizá porque estoy demasiado acostumbrado a vivir con él. Por la misma razón, sólo soy capaz de recordar que existen mis dos peces cada vez que les tiro los copos de comida, sino fuera por esa necesidad vital de la que dependen y de la que me siento responsable, nadarían eternamente en el agua, poniendo cara de bobos, yo sin ellos y ellos sin mi. Vivo rodeado de excesos de costumbre. Muchas tardes, sobretodo ahora que es verano y hace un calor de mil demonios, me estiro en el sofá rosa, un color que odio porque me recuerda demasiado a mi exmujer y me enchufo a cualquier programa de televisión y me dejo emborrachar por las historias de famosos y famosas despampanates, liposuccionados, plasticosos y también por las latas de cerveza que van del super a mi nevera, la invaden y luego, ya vacías, se acumulan sobre la mesita de centro formando castillos de latón susceptibles de derrumbarse en cualquier momento. Esas mismas tardes de las que hablo, si me detuviera a pensar, cosa que evito, sé que sabría que él está ahí arriba: casi tan colgado como yo. Pero no, a menudo no quiero. Así que dejo que continúe con su existencia y presupongo que él deja que yo continúe con la mía, ambos encerrados en un piso de treinta metros cuadrados, la única cantidad de espacio que soy capaz de pagar si quiero seguir trabajando poco, bebiendo cervezas y saliendo, de vez en cuando alguna noche a conquistar mujeres que en un arrebato de locura etílica me permitan recordar que sigo siendo un hombre. Muchas veces suelo lamentar que mis treinta y siete años y la conciencia de una vida malgastada hayan convertido el acto sublime de ligar en un puro pasatiempo, otra costumbre más. Creo que debe ser este detalle el único que enerva a ese tipo listo que vive conmigo porque, en medio de esa ignorancia mútua en la que nos relamemos, de repente, surje siempre que de noche aparezco en casa con una mujer. Quizá se ponga celoso, no lo sé. Intento llegar sin hacer demasiado ruido, apretando las llaves con todos los dedos de una mano para que no tintineen ni golpeen la puerta y suelo girarme hacia la mujer cualquiera sobreponiendo el dedo índice de la mano que me queda libre sobre los labios, a modo de cartel de enfermera de hospital, susurrándoles una frase estúpida: “Shhhsssttt, que se pueden despertar los peces”. Ellas siempre sonríen y entran más tranquilas a casa. Una vez esto sucede y justo en el instante en el que estoy a punto de precipitarme sobre sus cuerpos arroyándolas sobre el sofá, me apuñalan dos pensamientos: Uno: “Mierda! El sofá sigue siendo rosa!”. Dos: Mierda! Ahora ella, cuando mire la pared lo verá colgado y preguntará quien es. Efectivamente: el sofá nunca cambia de color y ellas dicen: “¿Por qué ese cuadro está abombado? ¿Qué hay detrás?.” Creo que no las emborrracho lo suficiente o la presencia del tipo listo les parece demasiado evidente y extraña. No lo sé. Pero como digo, para mi él nunca está hasta que ellas llegan y en ese momento empiezo a explicarles que detrás del cuadro de Ikea vive un monstrúo gigante, con forma de gusano, al que llamo Ernesto de una forma familiar, que se plantó en mi casa el día que se fue mi mujer y que se alimenta de polvo y mentiras. También les digo que no tengo ninguna intención de sacarlo de allí porque, en realidad, cuando me doy cuenta de que está me siento un poco menos sólo y recuerdo que lo que en verdad me hace hombre, aunque sea demasiado dolorosos admitirlo, es lo miserable que soy.