El delito comun (21)

Se topó por primera vez con el verbo una noche. Estaba entre estirado y mal puesto sobre la cama de su habitación de alquiler. Era muy tarde para empezar a dormir y muy pronto para levantarse así que se entretuvo leyendo. El azar le condujo hasta un autor completamente desconocido hasta ese momento para él. El título de la pequeña narración era Libros nunca escritos, viajes nunca hechos y empezaba con “Amor mio” y finalizaba con “Ich sterbe, mi querido amor.” Entremedio relataba lo curioso que les resultaba a los protagonistas descubrir que las últimas palabras de Chéjov que “amó siempre en ruso, sufrió en ruso, odió (poco) en ruso, sonrió (mucho) en ruso, vivió siempre en ruso” muriera, quizá susurrando por no hacer demasiado ruido, en alemán. Y allí estaba el verbo sterben. La altura de su cama, las deshoras, la vagancia y el placer de la ignorancia hicieron que aquella noche no se atreviera a descender hasta su escritorio para buscar en el diccionario el significado del verbo. Se rindió al sueño con la certeza de que a la mañana siguiente desvelaría el sentido de la palabra y al mismo tiempo el del relato que aún sin entenderlo completamente le había cautivado. Y la mañana llegó y descubrió que Ich sterbe era yo muero. Durante el desayuno le preguntó a Hauke, su compañero de piso, un alemán muy alemán, qué significaba sterben. Era cierto que ya tenía una respuesta pero su lento acercamiento a esa extraña lengua alemana le había hecho entender que había verbos tan sumamente concretos que no podía ser tan sencillo y tan simple la traducción de áquel. Su sorpresa fue la cara de Hauke al oír la pregunta. Movió las manos, la cara que le contestó: “Por qué me preguntas sobre algo tan triste?”. Allí pareció finalizar su investigación sin entender la causa que había conducido a su amigo a no responderle en inglés, el malformado instrumento de comunicación que utilizaban, que Ich sterbe era I die. Pasó el tiempo y abandonó su habitación prestada para regresar a su ciudad con la dulzura de un amor no correspondido. Volvió a su casa con el sobrepeso en sus maletas del miedo a abandonar el estudio de un idioma: se había sumergido en el alemán por conquistar a una mujer y ahora, sólo, ¿dónde encontraría la motivación para seguir? Y fue entonces cuando volvió a aparecer el verbo. En el sinsentido de ir a clase y de prepararse para un examen al que debido al trabajo no sabría si podría acudir encontró una lista de de infinitivos, pretéritos y perfectos. Escondido y disimulado leyó: sterben, starb, ist gestorben. Recordó una de esas reglas primeras que se aprenden sin tener en cuenta las inacabables excepciones que decía que el perfecto en alemán se conjuga siempre con haben menos los verbos que implican movimiento, que lo hacen con sein. Pero…¿dónde estaba el desplazamiento en el morir para hacer del perfecto de sterben un verbo que implicara movimiento? No era como subir, como bajar, como ir ni como venir: morir era morir. Hasta llegar a esta pregunta para él morir era sólo un estado final pero empezó a pensar que sterben era un proceso, un cambio, un camino corto, más o menos lento, hacia la nada. Descubrió el movimiento en algo que le había parecido siempre inmóbil y se sintió tremendamente orgulloso. Notó resurgir desde dentro de él mismo las ansias por resolver las preguntas que iba generando sin la necesidad del cebo del amor. Atrás quedaba ya su historia de “corazón roto y pegado”, con las penas y las alegrías que le había generado, mientras vislumbraba frente a él la senda de sus propias motivaciones. Y pensó, entonces que como Chéjov, amaría, sufriría, odiaría y sonreiría pero sin prestarle demasiada atención al idioma en que debía hacerlo hasta que llegara el momento que pronunciara el “yo muero” .

1 Comments:

Blogger senilDion said...

Siempre pensé que el francés era el idioma del amor (hasta que se me ocurrió presenciar cierta conferencia), que el italiano era un buen idioma para discutir, que el español estaba hecho a propósito para Chiquito de la Calzada y que el inglés era apropiado para aprender a escupir huesos de aceituna y lanzarlos todo lo lejos que se pueda: a la India o a Australia, por lo menos. Había oído incluso que el alemán era la lengua más adecuada para ponerse metafísico. Lo que no sabía es que era también un idioma para morir. Muy interesante. Me gusta. El viaje final. Como las ballenas o los elefantes. Como los jubilados en Benidorm.

jueves, 17 febrero, 2005  

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