El delito comun (15)
Estaba seguro de que a su perra Yuka le ancantaba Ben Harper. Más de una vez se habían quedado los dos ensimismados al escucharlo. Él se apoyaba en el marco de la puerta del lavabo mientras se secaba las manos y la observaba a ella tendida en el salón con los ojos cerrados. Si sentía algún ruido que la distría, levantaba las cejas convirtiendo su cara en un escaparate de neones donde se podía leer “por favor, no molesten”. Se entendían. Sonó el poder del gospel y se detuvo el tiempo. Al finalizar la canción él oyó a su perra preguntarle: “¿Te estás enamorando de la música?, es que no sabes que la música está en todas partes? Siéntela, vívela, disfrútala, tócala, rózala, lámela, descúbrela, añórala, piénsala pero no te enamores de ella. Si lo haces tu dolor será eterno porque desearás tenerla y la música, amigo, tiene alas y vuela.” Si su vida no hubiera sido una película quizá nunca hubiera leído a Paul Auster y creído entonces que los perros tienen alma y que la de su perra estaba destrozada por haberse enamorado.
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