El delito comun (18)

Se ató la bufanda al cuello y salió de casa. Se había acostumbrado a la sensación que le bateaba desde hacía unos días de sentirse un poco idiota así que caminaba tranquilo. Nadie notaría la idiotez que contenía su cuerpo, nadie pues, le diría nada. Se distrajo con sus reflejos, serenos como las figuras de las princesas en las portadas de las revistas y se olvidó, en su camino hacía la Oficina de Necesidades, de la tarea de aquella mañana. Al llegar al la puerta giratoria del edificio central un cartel le hizo recordar el motivo de su visita a aquel lugar. Sobre una placa metálica se ordenaban las letras para componer un más metálico “OFICINA DE NECESIDADES”. Dió tres vueltas cojido a una barandilla dorada, sigiendo el giro de la puerta, aprobechando ese tiempo para volver a pensar si tenía algún sentido ir allí, si se volvía a casa, si total no perdía nada, si “ya me lo decía mi madre”, si es que… “ya que estoy aquí”, si es que “mira que soy idiota!!”. No siendo capaz de tomar una decisión con todos aquellos pensamientos que le condujera hacía el interior o hacía el exterior, daba igual, que le condujera racionalmente hacía algún lugar, un impulso le sorprendió y le empujó hasta depositarlo en el centro de una sala enorme y muy gris . Parecía que no había nadie o al menos nadie que pudiera ver. A lo lejos divisó un mostrador. Caminó, ahora desatándose la bufanda, hasta llegar a la única ventanilla que había y sobre la que se podía leer :“Necesitados”. En ese instante apareció al otro lado del cristal un hombre tremendísimo, un palo vestido con traje negro y camisa de cuello blanco, unas gafas con una cara, una mentira. No dudó sobre si tenía algún sentido haber ido a aquella oficina sino sobre si aquel hombre sería capaz de ayudarle. Ésto retrasó su pregunta pero no la de la boca de la marioneta que había frente a él. Oyó entonces la frase intuida y esperada, a la que temía pero que no podía evitar: “¿Necesita alguna cosa?”. Las palabras retumbaron en la sala de pared en pared y luego de la misma manera en su cerebro. Se multiplicó la pregunta cientos de veces, variando la cadencia, hasta desaparecer finalmente en el silencio tras estar segura de haber sido bien entendida. Él se peinó la ceja derecha y contestó: “Necesito… un personaje para mi novela”. La respuesta también chocó contra todas las paredes, que viajó por la sala, que voló y se repitió. Escuchó los ecos y en cada uno de ellos creyó entender un nuevo nombre acompañando al “necesito”. Su respuesta se estaba desintegrando apareciendo así una lista casi interminable de necesidades. Descubrió que no buscaba un personaje para su novela, que lo que en realidad anhelaba era una vida. Dejó la bufanda en el mostrador y dándole las gracias al hombre que permanecía aún frente a él, dio la vuelta y desapareció.