El delito comun (20)
Esta es la historia de una mujer que no soportaba que le dijeran cosas bonitas. “No mires a los ojos de la gente, me da miedo, siempre mienten”. ¿Tanto podía haber influido en ella una canción de los ochenta? En el instante en el que aparecía una frase amable, una situación preciosa, una caricia, un segundo perfecto, se sonrojaba, despistaba la mirada y como los protagonistas de las historias que ella inventaba, procuraba desaparecer, pero no podía. Le fastidiaba no ser capaz de practicar aún la teletransportación o de no tener un coche fantástico que la viniera a rescatar y la condujera directamente a ese lugar que se había construido detrás de un muro. Había aprendido a fuerza de memorables equivocaciones como sobrevivír sola, olvidando por completo el tipo de reacciones que se suponía debía mostrar cuando alguien pretendía cuidarla un poquito. Una tarde invitó a un amigo a comer. Y comieron y tomaron té y se explicaron las anécdotas de sus respectivos caminos. Recordaron cuanto tiempo hacía ya que habían dejado la escuela y qué lástima que no se vieran más amenudo y… bla, bla, bla, bla, bla, bla. Se hizo tarde. Quizá no se hubieran despedido nunca de no haber sido porque ella seguía fumando y se había quedado sin tabaco. Le dijo que esperara un momento, que le acompañaría hasta su moto, que también tenía que salir. Se sentó en una silla para ponerse los zapatos mientras su amigo la esperaba ya con el casco en la mano apoyado en una pared frente a ella. Mientras seguían hablando de algo, él cambió su posición. A quellas horas de la tarde la luz tamizada que inundaba la habitación era perfecta para ofrecer una imagen bonita de la que ella formaba parte, de la que era esta vez protagonista. Y quiso volverse transparente. Pensó en lo bello que debía ser contemplar la figura de una mujer sentada en una silla de madera, ajustándose los calcetines y subiéndose la cremallera de las botas inmersa en aquel contraluz. Pero ella no creía ser la mujer observada, ella no creía ser lo mirado, ella no creía ser parte del espectáculo, ella no podía creer que alguién más pudiera caer en la cuenta de la belleza de aquella situación. Así que no pudiendo desaparecer prefirió pensar que su amigo no la escuchaba bien y que había decidido cambiar de postura para entender mejor la conversación. ¿Era su bajo nivel de autoestima culpable de todos aquellos pensamientos, de aquellas reacciones estúpidas, de aquellas inseguridades? ¿Era el creer no haber escuchado nunca una frase de admiración sin la coletilla de un oscuro interés el verdadero culpable? ¿Y que más da? ¿qué importa todo esto? El resultado era que nunca creía a nadie cuando ese nadie le decía o le hacía sentir algo tremendamente bonito. Así que aquella mujer, con las botas puestas, se despidió de su amigo, compró tabaco y se fue a tomar un cortado al bar de la esquina. Se sentó en una mesa, sola, y empezó a pensar en destruir poco a poco ese dichoso muro que sin querer había construido, no para que cualquiera lo traspasara sino para que ella pudiera empezar a disfrutar y compartir con tranquilidad esas pequeñas cosas de la vida que se le estaban escapando entre los dedos de las manos.
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