Berlin Collage (20)
28 de Junio, 2004
Las lágrimas de Oriente
Alguién, un día, dijo: Aquí tienes mi hombro para que puedas llorar en él. Desde aquel momento quizá nos hemos acostumbrado a necesitar ese hombro. Se nos hace muy difícil llorar sobre los nuestros, quizá sea porque cuesta cargar demasiado con nuestras propias lágrimas. No lo sé.
He conocido a una chica japonesa. Somos tremendamente diferentes pero, y no quiero parecer simple al pensar esto: llora y siente como yo. Hay un abismo entre nuestras culturas. Me explicaba no entender cosas del comportamiento de la gente que nos rodeaba que a mi me parecian lógicas. He vuelto a equivocarme. Fue su cumpleaños. Citó a todos aquellos que creía éramos sus amigos a las siete de la tarde. Eran las ocho y media, yo estaba pedaleando con el dichoso viento berlinés en contra, cargada con dos pasteles que como ahora parece que me he aficionado a la cocina, había preparado para la ocasión. Me llamó al movil preguntádome cuanto tardaría en llegar. Había pasado una hora y media y ella seguía en su casa, con la mesa preparada, esperando a todo el mundo. Finalmente llegué y la encontré llorando, sola. No sé si realmente tenía ganas de llorar delante mio pero no lo pudo evitar. A partir de ese momento nuestra conversación se hizo más y más profunda. He de ser sincera, reconozco que pensé que ciertas cosas de las que me explicaba en realidad no tenían demasiada importancia. ¡Qué difícil me resulta a veces entender a las personas cuando creo están más atrás en el camino! Es como si alguien te contara que les resulta complicado poder sumar cuando tu ya estás practicando con las raices cuadradas. Me he sentido mal por pensar así. Supongo que notaba una contradicción en mi misma. Por un lado, y debido a la dichosa teoría que me hace creer que ningún sentimiento es comparable, creía no deber pensar que su dolor era insignificante tansolo porque yo creyera haber pasado por cosas peores y siguiera estando viva. Por otro lado, y haciendo referencia a “lo terrible del ser humano” no podía evitar pensar que todo era una chiquillada, que ya se le pasaría, que era cuestión de tiempo y que tarde o temparano aprendería a que en este mundo estamos bastante solos aunque a veces nos cueste creerlo. Ella se sentía muy mal. Al día siguiente se sentía peor. Le dije que si lo necesitaba que me llamara. Lo hizo. Al final, tras gastar más de media hora hablando por el móvil, la invité a dormir a casa. Hablamos durante mucho tiempo. Ella me preguntaba que debía hacer con sus problemas. Yo no le podía dar una respuesta. Me acordé de cuando me dejó mi primer novio,… el segundo y el tercero. De todos aquellos amigos que me ofrecieron el sofá de sus casas cuando yo era incapaz de dormir en la mía. De las horas en el teléfono, de las lloreras, de la sensación de estar a más de dos mil kilómetros de lo que crees que es tu mundo. Japón está aún más lejos. Solo tenía una cama grande, un poco de arroz que me había sobrado de la comida y una cafetera llena de café. Lloró más y rió un poco. Hablamos. Al final vimos juntas una película en la pantalla del ordenador y nos quedamos dormidas. Me levanté un poco más tarde que ella. Me estaba escribiendo una carta: se tenía que ir y no quería despertarme. Aunque por muchas razones continuo pensando que somos muy diferentes las lágrimas tienen gusto a sal en todas las partes del mundo.
Las lágrimas de Oriente
Alguién, un día, dijo: Aquí tienes mi hombro para que puedas llorar en él. Desde aquel momento quizá nos hemos acostumbrado a necesitar ese hombro. Se nos hace muy difícil llorar sobre los nuestros, quizá sea porque cuesta cargar demasiado con nuestras propias lágrimas. No lo sé.
He conocido a una chica japonesa. Somos tremendamente diferentes pero, y no quiero parecer simple al pensar esto: llora y siente como yo. Hay un abismo entre nuestras culturas. Me explicaba no entender cosas del comportamiento de la gente que nos rodeaba que a mi me parecian lógicas. He vuelto a equivocarme. Fue su cumpleaños. Citó a todos aquellos que creía éramos sus amigos a las siete de la tarde. Eran las ocho y media, yo estaba pedaleando con el dichoso viento berlinés en contra, cargada con dos pasteles que como ahora parece que me he aficionado a la cocina, había preparado para la ocasión. Me llamó al movil preguntádome cuanto tardaría en llegar. Había pasado una hora y media y ella seguía en su casa, con la mesa preparada, esperando a todo el mundo. Finalmente llegué y la encontré llorando, sola. No sé si realmente tenía ganas de llorar delante mio pero no lo pudo evitar. A partir de ese momento nuestra conversación se hizo más y más profunda. He de ser sincera, reconozco que pensé que ciertas cosas de las que me explicaba en realidad no tenían demasiada importancia. ¡Qué difícil me resulta a veces entender a las personas cuando creo están más atrás en el camino! Es como si alguien te contara que les resulta complicado poder sumar cuando tu ya estás practicando con las raices cuadradas. Me he sentido mal por pensar así. Supongo que notaba una contradicción en mi misma. Por un lado, y debido a la dichosa teoría que me hace creer que ningún sentimiento es comparable, creía no deber pensar que su dolor era insignificante tansolo porque yo creyera haber pasado por cosas peores y siguiera estando viva. Por otro lado, y haciendo referencia a “lo terrible del ser humano” no podía evitar pensar que todo era una chiquillada, que ya se le pasaría, que era cuestión de tiempo y que tarde o temparano aprendería a que en este mundo estamos bastante solos aunque a veces nos cueste creerlo. Ella se sentía muy mal. Al día siguiente se sentía peor. Le dije que si lo necesitaba que me llamara. Lo hizo. Al final, tras gastar más de media hora hablando por el móvil, la invité a dormir a casa. Hablamos durante mucho tiempo. Ella me preguntaba que debía hacer con sus problemas. Yo no le podía dar una respuesta. Me acordé de cuando me dejó mi primer novio,… el segundo y el tercero. De todos aquellos amigos que me ofrecieron el sofá de sus casas cuando yo era incapaz de dormir en la mía. De las horas en el teléfono, de las lloreras, de la sensación de estar a más de dos mil kilómetros de lo que crees que es tu mundo. Japón está aún más lejos. Solo tenía una cama grande, un poco de arroz que me había sobrado de la comida y una cafetera llena de café. Lloró más y rió un poco. Hablamos. Al final vimos juntas una película en la pantalla del ordenador y nos quedamos dormidas. Me levanté un poco más tarde que ella. Me estaba escribiendo una carta: se tenía que ir y no quería despertarme. Aunque por muchas razones continuo pensando que somos muy diferentes las lágrimas tienen gusto a sal en todas las partes del mundo.
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