¿Dónde está la palabra que me he inventado? (1)
De nuevo el silencio de la casa con televisor de fondo. Habito en la costumbre de sentarme en las mesas del interior de los bares aunque tengan terraza y haya llegado el calor: una manía absurda y tonta como cualquier otra. No siempre desayuno lo mismo. Alterno cortados de leche fría con zumos de naranja, bocadillos de fuet con bocadillos de queso…pero nunca mezclo: es mi pequeña manera de seguir creyéndome imprevisible. Desde dentro observo pero nunca llevo un cuaderno donde anotar lo que pienso en cada instante. Sentiría demasiada vergüenza. Las historias se amontonan en el cerebro, se desdibujan en el camino y se reinventan de nuevo en casa, con el dichoso televisor de fondo. El bar donde desayuno algún domingo está cerca de un geriátrico. Ella es pequeña, casi tanto como él. Tiene el pelo blanco y, aunque parezca increíble, necesito cierto tiempo para darme cuenta de que es ciega. Es en ese instante en el que creo poder mirar descaradamente: él está de espaldas y ella no me ve. Qué asqueroso me parece a veces lo humano. Me detengo en el vestido, en el moño, en el las babas goteando y en la incomprensión del que observa por verles sentados a ambos, uno frente al otro, justo en la mesa de al lado, haciendo equilibrios con la cenizas en las que se van convirtiendo los cigarrillos que fuman sin pausa, como si fuera a agotárseles el tiempo. Como con la ceguera, tardo un tiempo en darme cuenta de que no quiero verles, de que sólo quiero escucharles. Los silencios son eternos. Los rompen las caladas y un sólo diálogo: “Jose Luís: hoy te noto triste”.-. “No. Eso son sólo manías”. El mundo a mi alrededor implota.
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