La ciudad sin nombres (2)

Cuando ella no se movía demasiado su terraza se convertía en su mundo. Solía sentarse en una silla de plástico rojo a la que nunca le quitaba el polvo y con la que no le importaba ensuciarse el culo del pijama. Exprimía el sol acurrucada en su pequeño universo. De vez en cuando, alternaba sus ensoñaciones de vidas utópicas con sorbos de café del día anterior mezclado con un poco azúcar y leche condensada. Algunas mañanas hacía frío sobretodo si durante la noche había llovido. Eran esas mañanas cuando el suelo de terracota se volvía verde y la humedad se le colaba entre los huecos de los calcetines. Eran también esas mañanas cuando encontraba pequeñas gotas de agua asentadas en el rosal. Se trataba de las famosas gotas supervivientes las cuales se acomodaban en un punto concreto de cualquier hoja sin tener ninguna intención de moverse de allí. Con la sorpresa por descubrirse paciente las acariciaba arrancando así, cada recuerdo de lluvia, evitando de esta manera que lo que una noche fue agua de vida se convirtiera durante el día en una quemadura irreversible.