Bajo la sombra de una acacia (7)



La otra tarde pude ver las manos que me criaron. Eran pequeñas y estaban llenas de arrugas. Casi por casualidad, como suelen suceder las cosas más bellas, esas manos se pusieron a lado de las mías, sobre el mantel de domingo, y me preguntaron en voz diminuta: “¿A ver tus venas? De repente vi ríos, montañas y casi toda una vida recogida en unas manos, las suyas, las mismas que me habían acariciado y puesto el palo de una escoba encima de una mesa a la hora de comer. Las imaginé esquilando ovejas, levantando la valla del paso de un tren, haciendo tortillas con patatas y cuentas con un lápiz, fregando escaleras y tapando un rostro que tantas veces había llorado y con el que ahora, casi cien años más tarde, no podía dejar de sonreír.