Crónica de un garbanzo (32)
Adornó su habitación con fotografías de escritores muertos, casi todas eran en blanco y negro. Pensó que con el roce, algo se le pegaría de las vidas de aquellos cadáveres que habían hecho maravillas con las palabras. Empezó a salir sola por las noches, a beber cervezas, a fumar porros, a meterse rayas, a desnudar su espalda en fiestas donde no conocía a nadie, a cantar debajo de las farolas aunque estuvieran apagadas, a bañarse en lagos llenos de cristales rotos. Cuando en su cara ya no quedó más espacio para una nueva cicatriz y pensando haber tocado con la punta de la nariz el lado más oscuro de la vida, una mañana de un domingo que me recuerda a hoy, decidió arrancar las fotografías y estirarse en el sofá. Le dolía el lado derecho de su cuerpo. Era un dolor desde dentro, entre las carnes. No podía girarse. Miraba el techo amarillento de humo de tabaco sintiendo que no había opción para dejarlo de mirar. La tela que cubría su cuerpo se volvió áspera y el suelo desapareció. Ya no tocaba nada con su nariz, ni rozaba tampoco nada. Podría haber muerto allí mismo pero no: sólo estuvo de visita un rato en el verdadero lado.
Ayer por la noche vi, estirada en el sofá, la película Hotel Rwanda de Terry George.
1 Comments:
A veces siento que hay más cristales que agua en el lago en el que nado... Posible candidata a una lectura descarnada en un bar pintado de luces rojas.
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